Michael Dokes, al que llamaron promesa y en realidad pudiéramos definir como meteoro, ha muerto en un hospicio para los desahuciados por la ciencia médica. Tenía cincuenta y cuatro años y padecía cáncer de hígado. En 1982 ganó el Campeonato del Mundo de los Pesos Pesados y lo perdió en doce meses, quemado por su gula cocainómana, su incontenible afición a los pasotes y su vana certidumbre de que unas condiciones prodigiosas le permitirían sobrevivir en un ecosistema que nunca perdona la suficiencia. Los buenos aficionados recuerdan a un tipo inspirador y macarra, problemático y contradictorio, cuya soberbia técnica no alcanzó a remendar una querencia excesiva por las noches blancas.
Nacido en Akron, Ohio, en 1958, cuentan que fue su madre, preocupada por la tendencia del muchacho a partirse la boca en las calles, la que lo dirigió hacia el gimnasio. Allí encontró una justificación a tanta furia, lejos del presidio al que iba disparado. Ganador de los Globo de Oro en 1976, se recuerda su pelea en 1977 contra un crepuscular pero todavía imponente Mohamed Ali, sus combate en el 79 con Jimmy Jong, y finalmente su triunfo en los Pesos Pesados, en 1982, cuando todos creían que el planeta boxeo había encontrado a una figura lúgubremente carismática, tan hedonista como fiera. Pocos hubieran sospechado que a partir de entonces su carrera sería un perpetuo despeñarse con contados resplandores. Cuenta Douglas Martin en el New York Times que Dokes gustaba de llegar al ring arrojando rosas a las espectadoras y presumía de haberse dado un baño 20.000 dólares de champán. Pronto abandonó la disciplina del ejercicio diario y desarrolló un apetito insaciable por el whisky y la coca. En el 83 el aspirante Gerrie Coetze lo desposeyó del título. Aunque en 1989 resistió gloriosamente al gran Evander Holyfield, no fue capaz de ganarle, e intentos posteriores para recuperar el cinturón acabaron en episodios tan bochornosos como el combate de 1993 frente a un Riddick Bowe que lo hubiera matado de no cortar los árbitros la pelea tras el primer asalto. Recuerda Martin que al parecer Dokes había devorado un pantagruélico plato de pasta poco antes de la pelea. Preguntado al respecto, respondió que «el pasado es historia, el futuro todavía no ha llegado y el presente es un plato de lingüini con salsa de almejas».
Detenido y encarcelado varias veces por posesión y tráfico de drogas. Su peor hazaña, empero, llegó en 2000, cuando fue condenado por golpear brutalmente, retener contra su voluntad y agredir sexualmente a su novia desde hacía una década. En el juicio confesó sus remordimientos y, según reproduce el Washington Post, explicó que sus acciones fueron injustificables, para añadir que amaba a su víctima con todo su corazón. La historia de un Dokes caído por sus comportamientos kamikaces reclama los honores de un guión. Sabemos que aunque el cine ha flirteado con casi todos los deportes los resultados acostumbran a resultar insípidos. La maldición, el imposible maridaje, sólo tiene una excepción, el boxeo. Quizá porque más allá del despliegue atlético su flirteo con la muerte, sus historias de la mala vida, chorrean materiales en claroscuro, violentos o melancólicos, siempre más interesantes, sugerentes y evocadores que los números subrayados por un marcador. De Ohio a Las Vegas, del Madison Square Garden al talego, de las pandillas juveniles a las portadas del New York Post, el periplo de Michael Dokes ofrecería una cabalgada jugosa a quien apueste por escribir sin buscar moralejas o imposibles redenciones, enamorado del patético dramatismo de Body and soul, The set-up o Fat city y lejos del muy insípido Stallone.