Señoras y señores, Mr. Mitt Romney. Experto en desdecirse, millonario cruzado de mormón o viceversa, cuenta en su haber con un nutrido cupo de decisiones contradictorias, sólo comprensibles cuando consideras la dirección del viento y tus posibilidades últimas para acoplar culo y trono. Porque lo importante es aterrizar en la Casa Blanca. Lo demás, incluida su defensa del aborto a mediados de los noventa, cuando competía para ser senador, es reversible, lavable con lejía mediática en su viaje hacia palacio. Su nombre es la esperanza de una derecha heterogénea que lo asume como mal menor. Para encelar a los suyos le falta dinamita y le sobran los colgajos socialdemócratas de un pasado en el que nunca apostó por romper los últimos tabúes del bienestar solidario.

Quizá por su falta de músculo los augures quisieran fabricarle un traje ovoidal, algo así como un supositorio de conservadurismo far-west que casa mal con una biografía de hijo de la casta amable y frío. En realidad, como las posaderas del futuro Emperador no resultan tan flexibles como debieran el aparato republicano le ha colocado un fichaje más agresivo, Ryan, pues necesita cortejar a su electorado Tea Party, ese que vive de las subvenciones a la agricultura y afines gracias al dinero de las dos Costas pero dice renegar del Estado porque, ejém, «nuestros derechos proceden de la naturaleza y de Dios». Si el pobre McCain sufrió la compañía de una ex-gobernadora de Alaska guapa y semianalfabeta, experta en proporcionar líneas involuntariamente cómicas a los guionistas de televisión, Romney tiene en Ryan a un cachorro ambicioso, masculino e inteligente que no tardará en sisarle las llaves de casa, el trabajo y hasta el perro si su mentor sale trasquilado de las elecciones. Tan listo que se ha sobrepuesto a un plan de reducción del gasto absolutamente demencial, demagogia al cubo, para presentar sus raspas como una suerte de emblema por el ahorro, el trabajo duro y blablablá. O sea, el plan es inviable. De llevarse a cabo sería el equivalente a quitarle el goteo a un enfermo que no puede comer por sí mismo. En consecuencia, el musculado Ryan ha logrado aparcarlo y, al tiempo, lo presenta como una suerte de utopía hacia la que dirigir los carromatos. Inalcanzable pero suculenta.

Sea como fuere Romney alardea de verde para luego pintarse blanco, o amarillo, o azul cobalto, según pida la clientela, y ahí encontramos su problema fundacional. Donde proclamó la sanidad pública, Massachusetts, hoy la señala como fuente de pestes. Acaso no le queda otra, hijo y preso de un sistema bipartidista donde la distancia entre el ala izquierda y derecha de tu propia gente resulta tan insuperable como fútil. Poco tienen que ver las grandes fortunas que apuestan republicano, educadas, cultas, viajadas, empeñadas en rebañar impuestos aunque luego quieran que el Estado pague la autopista por la que circulan hacia el embarcadero que lleva a Martha´s Vineyard, mal casan, decimos, con el núcleo radioactivo de fundamentalistas suburbanos, evangelistas del rifle, predicadores del diseño inteligente y negacionistas del mono primigenio que hace siglos pusieron precio a la barba de Darwin mientras hacen cuchufletas cuando Richard Dawkins les afea la necrosis. Si acaso, respiran unidos por el odio a un Barak Obama del que ya no saben que líos inventariar, del apellido al paro. Hablan menos de la supuesta debilidad del presidente respecto al terrorismo, pues resulta incontrovertible una precisión cañonera, ejecuciones extrajudiciales incluidas, que hace que George W. Bush parezca un hippy porreta cantando a los Dead en Mountain View. A la clase popular o media no le benefician los planes macro de la alta burguesía, ejecutivos, etc., pero siendo un 1% de la población, los ricos, superricos, megarricos e hiperricos necesitan de sus votos a fin de consolidar unas políticas regresivas que no hacen sino apartar a EEUU del modelo de crecimiento que forjó su etapa dorada, cuando todavía eran ciertas las oportunidades y al menos una porción considerable de la riqueza revertía en quienes con su nómina, madrugones e impuestos sostienen el país.

Romney necesita a Ryan para aliviar las dudas que despiertan sus vaivenes, su flojera socialdemócrata, su disposición al pacto y otras insuficiencias del carácter, al acudir a un vicepresidente alejado de sus convicciones, por minúsculas que sean descontada la fe en Joseph Smith. Al mismo tiempo se expone a ser considerado doblemente blando. Recordemos con Mailer que George Bush padre apostó por Dan Quayle de vicepresidente aunque las encuestas lo señalaban como un fardo. Lo hizo por su profunda creencia en que «Estados Unidos amaba a los luchadores y que si uno podía manipular los otros elementos, no había ninguna razón, hermano, para que el electorado no votara una y otra vez al guerrero» (…) «a los norteamericanos no sólo les gustaba un guerrero valiente, sino que además adoraban a un guerrero fiel a sus tropas». Si la característica ideológica fundamental de Romney para solicitar la presidencia es su necesidad de ser presidente y su mayor mérito, aparte de ser millonario y descendiente de otro hombre que también quiso reinar, si sus grandes méritos, decimos, son el curso del euro, el frenazo del crecimiento chino y el estallido de la burbuja inmobiliaria australiana, su lastre bien podría derivarse de la incapacidad para elegir de compañero a alguien en quien confíe, y no, como al final ha ocurrido, al tipo recomendado/impuesto por sus asesores.

La que está a su lado por decisión personal y no por imposición del brujo demoscópico es su señora, Ann. Una esposa rubia y ajada, rutilante y carca, que alardea mucho de no alardear de nada. Frente a Hillary, mujer peligrosa porque piensa autónoma, Mrs. Romney es el equivalente mormón de aquellas damas del franquismo que matrimoniadas con el gobernador civil o el ministro del ramo acudían a las joyerías del Barrio de Salamanca y dirigían Madrid desde el living. Años después, con la democracia consolidada, una Señora De incluso llegó a alcaldesa, si bien en un alarde de lealtad a la tradición evitó pasar por las urnas. Consorte profesional, no parece haber leído más que la sección romántica del Reader´s digest, experta en cocinar tarta de manzanas mientras su hombre recorre en caravana los desiertos, de Salt Lake City a Houston. Es de suponer que con sus rezos y recetas le protege de la influencia maléfica de ciudades como Nueva York o Los Angeles, a las que no queda otra que cortejar a pesar de que están llena de morenos, quinquis, homosexuales, artistas e inmigrantes. Su equivalente certero sería Nancy Reagan, otro cojín con laca, y en el bando contrario la muy pija señora de Kennedy, luego señora de Onassis y finalmente lago en Central Park y obsesión de cronistas rosas que todo lo cifran al discurso subliminal de una pamela idem. El Antiguo Testamento, los santos en procesión, las tortitas con sirope de caramelo y el perfume fragante de un bizcocho recién horneado sustituyen en Ann la diabólica independencia de una Michelle que cualquier día se postula como delfín del presidente o directamente alternativa.

Con paciente laconismo, Romney reconoce que no dispone de carisma, sea este en la versión priápica de Clinton, la telegénica de Obama o la doméstica y cervecera de Bush hijo. Tampoco tiene grandes ideas más allá de renunciar a la sensatez y el sentido común que los republicanos siempre ondearon frente al encanto demócrata, un poco viscoso y libertino. Abandonado a los delirios de quienes buscan refundar el partido, románticos y mesiánicos, la narración de su periplo hacia el despacho oval o el sumidero de la historia lo sitúa en una encrucijada para la que no fue programado. O se muestra como es, y pierde a los exaltados, o baila con el lado oscuro de la fuerza, como parece el caso, y da a entender que le falta rectitud, que actúa teledirigido por un sonambulismo moral de hombre sin agallas. Le resta el consuelo de que su enemigo sea cadáver a costa de que la crisis hunda las cuentas del país, pero está por ver que el Altísimo le conceda un descalabro mayúsculo en dos meses.

Julio Valdeón

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