En EEUU la pobreza ha alcanzado cifras obscenas. Como si la pizarra de su historia hubiera quedado en limpio para negarse. El país es ya una una nave sin entrañas. Tiesa y flipada. Muchos defienden que el Estado debe hundirse como los muros de Jericó. Han santificado un discurso caníbal. Al ogro que mora en Washington, a donde por cierto corren en cuanto pueden, ni agua. Queman las últimas banderas sociales. Quisieran fusilar a los que defienden una más justa redistribución de la riqueza. O, al menos, que la peña en los guetos no agonice. O que la clase media no las pase putas para costearse el seguro, la universidad de los hijos, la jubilación. Fruslerías, ya, que menos mal no tienen que pagar los emprendedores, los talentosos, a los vagos, quinquis, jetas, picados y demás maleantes. Curioso que acusen de socialismo a quien habla de una sanidad pública, pues como explicaba David Simon (cerebro de las sensacionalesThe wire y Treme) el que un grupo junte su dinero para disponer de cobertura sanitaria, sea privada o pública, es una idea socialista. No lo sería si cada uno acudiera al hospital sin seguro. A merced de su cáncer y su hucha.
Antiguo reportero de sucesos en Baltimore. Autor de uno de los mejores libros jamás dedicados a la labor policial -Homicidio. Un año en las calles de la muerte. Simon opina que «No hay nada que pueda producir riqueza con la destreza del capitalismo, pero confundirlo con un marco social es fruto de una increíble corrupción intelectual que Occidente ha aceptado desde 1980, desde Reagan. La gente pagaba impuestos mucho más altos cuando Eisenhower era presidente, una tasa mucho más alta para beneficiar al conjunto de la sociedad, y todos teníamos el sentimiento de que estábamos incluidos». Nadie discute el sistema. Mosquea que repitan que debemos acentuar los tajos, avivar la queimada, acumular suicidas. En nombre, dicen, del crecimiento. La vieja idea del goteo. El monstruo que se autorregula. Quienes llaman antiamericanos a Simon y cia. recuerdan a nuestros nacionalistas. Infantilmente convencidos de ser la única representación homologada de una patria idéntica a su perímetro craneal.
En EEUU hay 46,2 millones de personas de pobres. El 15,1% de la población. 49,9sin seguro médico, de los que 9 millones son niños. Pero bueno. Aparte oler mal, desconsiderados, tontos, maestros en el embeleco, los pobres son, encima, insufribles pedigüeños. Su gula resulta infinita. Hay que aplicarles la podadora. Como explicaba magistralmente en Orbyt Raúl del Pozo, «los enemigos del Estado del Bienestar no quieren pagar ni a los pardos, ni a los cirujanos ni a los descalabrados, ni a las viudas, ni a los tetrapléjicos. Piensan que no deben ser públicas ni las putas». Sobresalen los habitantes de un cinturón rural con respiración asistida, que sobrevive merced a las subvenciones públicas. Jalean este discurso las rapaces del Wall Street, laicas, educadas, cínicas, a las que poco importa que sus partidarios, siguiendo a Withcomb y Morris, crean que la creación del mundo ocupó seis días o que Eva caminó bajo la sombra de los estegosaurios. «Vivimos bajo el poder de una oligarquía», añadía Simon, «Lo hemos visto con el asunto de la sanidad pública, con la marginalización de cualquier intento de incorporar a todos los americanos bajo una enseña nacional que diga, «Estamos en esto juntos»». La tijera es cool. Tricotar beneficios sociales vende. Antes no se decía muy alto para no dar el cante. Con la debacle del capitalismo financiero grandes chancros avanzan tras las alambradas. Tirados boca abajo sobre los restos del banquete, los parias -cualquiera en cuanto pierda su curro- ya no esperan el altruismo de sus congéneres. En los últimos cuatro años los ingresos reales por familia han declinado un 6,4% y la pobreza ha crecido un 2,6%. Alto cotiza el sufrimiento en el país de Franklin D. Roosevelt.