Los petardos, que ladran como cañones, retumban en el teléfono mientras los versos de Santa Bárbara Bendita azuzan con revuelo una conversación asombrosa. Hablo con mi tía, que ha viajado a Asturias. Encontró Campomanes cortado con neumáticos en llamas. Es el mismo punto geográfico donde se situó la resistencia durante el 34; el frente durante la Guerra Civil. Lejos de mi ánimo practicar la historia ficción o el lirismo retrospectivo, pero carajo. Un rumor de dinamita, perfumado y duro, flota bajo nuestras palabras y se abre paso con incierta amabilidad.
En León las mujeres de cien mineros protagonizan una sentada. «Sin carbón no se vive», gritan, mientras sus esposos, en Madrid, han ondeado pancartas reactivas a la corrección política: «No estamos indignados, estamos hasta los cojones». El ministro dice que no hay dinero, y acaso sea cierto, aunque también lo es que hay papeles firmados, compromisos, acuerdos, y que llevan treinta años reconvirtiendo un sector que tras su muerte sólo dejará el vacío. Pueblos fantasmas. Lobos o jabalíes donde antiguamente los ríos cantaban negros y la antracita fue el pan nuestro de cada mañana.
La minería es ruinosa, un mastodonte de cuando la revolución industrial. Nuestro carbón, pobre, compite malamente contra el que llega de los pozos del Tercer Mundo, con obreros de doce años que bajan al túnel y cobran una peonada bajomedieval. Todo es cierto. Y también: que no puedes despreciar con esos modos a la gente ni decirle a treinta mil personas, entre empleo directo, familias y negocios relacionados, que se acabó el guateque y siempre nos quedará París, tú vestías de azul y los alemanes tralarí. Mientras la prima de riesgo ataca, desfilan hacia el mako cuatro banqueros y se desgañitan los economistas, una arteria de España, celebrada por Miguel Hernández y Alberti, asiste estupefacta a sus propias exequias. Si esto es un anticipo de lo que nos recetan, entonces no han visto nada. Welcome to Tijuana, brothers and sisters.