La ventana al pasado ofrece pistas del presente, ayuda a deslindar la realidad, espiga certezas, traza las huellas de los que fuimos y, con suerte, ofrece una incierta cartografía de cuanto somos. En manos del nacionalismo la indagación histórica también permite cortejar un viento legendario, acuñar mitos e implantar en el disco duro del mono vestido un andamiaje de lúgubres patrañas. De ahí que la noticia de que buscamos los restos del irlandés Red Hugh’ O’Donnell (1572-1602) bajo los adoquines de la calle Constitución me provoque tanta curiosidad como bostezos, tanto interés como dudas. Me parece estupendo que los arqueólogos exploren y recuperen los enterramientos de la vieja Capilla de las Maravillas del Monasterio de San Francisco. Entiendo también el interés mostrado por el gobierno de Irlanda, dado el papel que desempeñó O’Donnell, señor del reino de Tyrconnell, en la la Guerra de los Nueve Años (1595-1603) contra el señorito Tudor, que lideró junto a su suegro, Hugh O’Neill, conde de Tyrone. Pero más allá de fundamentos historiográficos y las motivaciones científicas adivino en su buena disposición el viejo y no exactamente noble culto a los huesos, la hoguera infinita que arde en honor de los muertos para que usurpen el papel de los vivos y la fatigosa necesidad de algunos políticos y no pocos votantes de amueblar sus días con una mitología de héroes y tumbas capaces de dar sentido a sus anhelos espirituales. Esa gente necesitada de sentirse irlandés, o español, o letón, o boliviano, cuando a cualquier persona no contaminada por las psicofonías del pasado y los cuentos de la patria mía debería de sobrarle con ser irlandés español, letón o boliviano. Como dice el escritor Juan Abreu, genio libérrimo entre Montaigne y Bernhard, «Con el nacionalismo no se puede contemporizar, hay que derrotarlo. Y la mejor manera de derrotarlo es comenzar por extirpar de nuestros corazones el temblor tribal y dejar paso al resplandor ciudadano». Agota y asusta el continuo tributo a los muertos y estos afanes masturbatorios y necrófilos, propios de faraones y monjes.

Julio Valdeón

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