Algunos artistas sestean cuando besan la gloria. No Bruce Springsteen, que ha elegido el Convention Hall de Asbury Park como piedra de toque para su nueva gira. La elección confirma su reincidencia en unas vetas de las que exprime oro. We shall overcome, presentado junto a la Peter Seeger Sessions band, enlaza con sus inicios: guiños a Van Morrison, largas improvisaciones, flirteos mestizos, pulso jazzístico. Un momento, un momento. ¿Springsteen receta ahora algo así como rock sinfónico? Ni por asomo. Su apuesta, aunque necesitada todavía de una vuelta más (asistíamos a su primer concierto), regala visceralidad a chorro y música ígnea. Si ya es así tras 15 días de ensayos, su atraque en Badalona [14 de mayo] será un ciclón. Había ganas de ver a Springsteen, luego del rostro intimista del pasado año. Además, entre los escépticos flotaba la idea de que el homenaje a Seeger es más un capricho, una boutade, que una necesidad creativa. La prueba estaba fijada para las 19.20 horas. Luces apagadas y un clamor, «¡Bruuuuuuuce!», de los 3.000 fieles a punto de derrumbar los muros. Enfundado en una camisa color tomate saludó al tendido. Lo que vino después fue un viaje por la tradición americana, una lección despampanante, un recital de los atravesar el plomo. El grupo genera convulsiones sísmicas, tan limpio, feroz y contundente es su sonido. Oh, Mary, don’t you weep abrió las puertas de la avalancha. La banda echa humo. Springsteen sonríe. Su voz de lija se escora a Nueva Orleans, canto de amor a la ciudad perdida en el desagüe. John Henry suena a puro bar. Johnny 99 luce su nuevo, abigarrado ropaje. Old Dan Tucker, Erie Canal y Jessie James muerden los sesos. Como si una partida de corsarios hubiera tomado las riendas. El turno de los baladones suma monumentos como Eyes on the prize, pieza de largo aliento para un Sam Peckinpah resucitado. De reojo ves caras satisfechas pese a que el público escucha tan contenido que por momentos cuesta decidir si ronca o disfruta. Avanza el concierto. Las canciones galopan. Tiembla el suelo, las paredes, los cuerpos. Imposible resistir el trote de una música hambrienta. Limpia de adiposidades. Sagrada y y sucia y blasfema. Abrazada a Sprinsgteen aulla la trompeta de Louis Armstrong. We shall overcome resuena como el estampido que es. Un espiritual para cantarle nanas a las causas perdidas. Devils and dust, con el complemento del grupo, revela su musculatura. My city of ruins emulsiona los pistones de la ciudad herida, Asbury, Nueva York, Nueva Orleans, con coros gospel. Yoy can look (but you better no touch) nos zambulle en las aguas de The river. Y el remate, When the saints go marching in, recuerda la herencia del Mississippi, afluentes de senegambia que desembocaron en Congo Square. Por cierto, hay que tener cuajo para marcarse ese estándar y no tropezar.
Y esa es, precisamente, la cualidad profunda del disco y la gira. A partir de materiales mil veces transitados ofrece sorpresa, feliz desparrame. Demuestra la vigencia de unos sonidos viejos a base de pelea, como hacen los viejos gladiadores de Nueva Jersey. Su versión del clásico sureño parecía recién horneada en el Lucky town. Springsteen ha vuelto a patear la mesa. Incapaz de acoplarse en el panteón de leyendas groguis, eleva la apuesta con una música que asustará a los fanáticos y enamorará a quienes todavía lleven el velamen desplegado. En el potaje con raíces, en los acetatos de Robert Johnson y otros, late lo que vendrá luego. Algo así demostró el jueves, que con el público en trance bromea, presenta a los colegas, reparte juego, apuntala filigranas y destapa la lámpara del genio. El sonido, multiplicado, retumba en nuestras venas. Folk en cinemascope.