Al narcotizado y seboso tendido musical de primeros de los 90 se asomó un músico catalán de nariz aguileña, pelo revuelto, andrajos en ristre y lengua de garfio. Se llamaba, se llama, Albert Pla. Ha ofrecido junto al Hudson «un resumen» de su trayectoria. Ha actuado en Queens y se ha visto obligado a suspender el concierto de Brooklyn por problemas técnicos. El pasado sábado, en Manhattan, dió un último bolo acompañado por Judith Farrés (dj, actriz, cantante, clarinetista, su pareja en la anterior gira, Canciones de amor y de droga) y la guitarra flamenca de Diego Cortés.
La trayectoria de Pla comprende versos fosfóricos, discos donde la rumba catalana pare monstruos, rancheras alucinadas, problemas con la censura (La dejo o no la dejo, sobre las dudas que asaltan a un enamorado al descubrir que su novia es una etarra, fue vetada durante un tiempo por su discográfica), relecturas de poetas poco conocidos como Fonollosa o Pepe Sales, cañonazos de sal, celebrados espectáculos multimedia (sea lo que sea eso), incursiones en el cine. Un perfil que recuerda, por momentos, al Jean Genet feroz. Capaz de hacerle la manicura al lodo de lo politicamente correcto con motosierra. «Bueno», dice, «saco los discos cuando quiero y como quiero. No me entero de las reacciones, ni de las discográficas ni del público, me dan igual y además tenemos muy claro lo que queremos».
Alojado en unos apartamentos de Grenwich Village, ha llegado a la ciudad de Ginsberg, Suicide o Auster con el seny boca arriba y los versos en galope. Lo rodean sus músicos, su mánager, Pedro Páramo, sí, y un amigo que ha viajado desde Buenos Aires para acompañarle. Asegura que, en su caso, «las canciones se hacen solas, en la cabeza, durante el tiempo que necesiten, y luego, cuando están terminadas, las escribo del tirón». Ante el estupor del cronista, añade que «componer va por épocas, y escuchas los temas al final… ya digo que siempre los hago de memoria». Nueva York no le aturde, y los problemas en Brooklyn, tampoco. Quiere prolongar la gira por Argentina y México, donde a pesar de que sus discos casi no se distribuyen «la gente se las apaña para tenerlos, los copian. Se saben todas las letras».
Albert Pla nació para empapar los surcos con veneno. Ha restaurado el lustre de una palabra, cantautor, podrida, aunque la trasciende con creces. Admira a algunos colegas. «Respeto mucho a Ruibal o Krahe», dice, «Krahe, que siempre me ha ayudado, tiene 60 años y llena donde canta. Hace lo que le gusta y cuando quiere, y eso, que para algunos es no tener éxito, para mí lo es».
¿Y cual es la reacción del público de Nueva York ante el artista airado, que revienta y reinventa tradiciones sin golpes de pecho, y que ha hecho de la sobreactuación, como Chavela Vargas, una fórmula de ascetismo? «Ni idea, la verdad, pero en Queens hubo bastante gente, y creo que se divirtieron», dice y parece ilusionado, no en vano Manhattan todavía es Meca de músicas viscerales, propulsando nuevos sonidos y siempre dispuesta a morder iniciativas kamikaces.
A las actuaciones en América, Pla suma otros retos. Está a punto de publicar nuevo disco. Un recopilatorio donde ha regrabado algunos de sus temas más redondos junto a músicos como Carlos Benavent, Quimi Portet o Joge Pardo. Estrenará una película escrita y protagonizada por él mismo, El malo de la película (Festival Grec de Barcelona, 3 de julio) y en la que también actuan Isabel Coixet, Juanma Bajo Ulloa y Joaquín Jorda. «Soy un abogado y conduzco por una carretera hacia un pueblo hermoso para convencer al alcalde de que acepte un acuerdo y recalifique unos terrenos donde construir». Durante la proyección Pla, acompañado de Judith Farrés, pone la banda sonora en directo y explica algunos de los pasajes.
Por momentos Tom Waits, Tim Burton o Leopoldo María Panero, cruce imposible y afortunado, llegó a la música por casualidad, «haciendo canciones, poco a poco, sin proponermelo». Lewis Carrol y Poe cantan en su estómago y un demonio flamenco de ojos tristes asoma en muchas de sus piezas. Asegura no conocer a Luis García Montero, del que le hablo por alguna razón que ahora no recuerdo, «¿Montero, dices?», pero en él no hay pose sino talento para derretir, golpes de esgrima, rebelión contra el alienamiento y un gusto fronterizo que desnuda reyes, convoca insectos y enciende lunas. Albert Pla, maldito en el sentido más literario, asume la violenta gratuidad del mal según el canon umbraliano, aunque no sé si ha leído su Lorca, mientras torea burlón al periodista entre los rascacielos.