Avatar sigue comiendo taquillas. Hoy el New York Times cuenta que el estreno de Alicia en el País de las Maravillas se augura complicado: también es en 3D y a ver qué distribuidor aconseja audacia (¡Apueste por Alicia!) cuando los cines con IMAX siguen llenándose con los marcianos y sus coletas. Comprendo las razones del mercado. Los dueños de las salas tienen todo el derecho a reincidir en Avatar mientras las ubres descorchen leche. Asunto distinto es la sensación de extrañamiento que me provoca el triunfo de ese subproducto, su cursilería, su moralina parvularia, su babosa recreación de los buenos, indígenas, y malos, o sea, militares, caricaturescos bufones que hacen mofa chusca de lo que fue la administración Bush. Entiéndanme, me parece muy bien, o no, allá cada cual, que Cameron use el celuloide para editorializar, aunque sea de forma infantiloide, sobre geopolítica. Podía haber empleado el libelo, tan romántico, el blog, como tanto solipista (como yo mismo), o incluso el ensayo, pero, ah, no, quería «reinventar el cine», como explicaba, machacona, la publicidad. ¿Reinventar, dicen? Tendríamos que ponernos de acuerdo en qué coño es eso. Si se trata de lo tecnológico, acepto. Avatar muestra un asombroso ejercicio de pericia técnica. Con ella, el trucaje de las 3D crece. Ahora, si hablamos de otros asuntos, menudencias, chuminadas, tipo, bueno, el argumento, los personajes, los diálogos, o incluso su estética…

Permitan que arranque hablando de lo estético, que al cabo es la justificación última de toda obra de arte, y no me refiero a la ñoña dualidad bonito/feo, clausurada desde que el cubismo y aledaños se puso los bodegones por montera, sino de su fuerza expresiva primaria, el veneno, belleza u horror que deben supurar las imágenes. Avatar, por mucho que la profundidad de campo sea asombrosa, adolece de una estética horterísima. Azulitos y dorados fluorescentes. Puestas de sol como postales de kiosko para el turista chancletero, etc. Avatar, visualmente, no ilustra sino la propia incapacidad de un equipo para dar con una viñeta que no sea tópica o relamida. Hay más verdad, es decir, más emoción visual, en diez segundos de En tierra hostil (dirigida por la ex de Cameron, Kathryn Bigelow), no digamos ya en La cinta blanca, de Michael Haneke, que en las tres horas del engendro que nos ocupa.

Pero evitemos encallar en la imagen lironda (enmienda suficiente) y pasemos al guión. Oh, sí, el guión, que en Avatar yace pisoteado por mil calcos. Soldado es enviado a un puesto remoto. Soldado (colono, conquistador, etc.) descubre la poesía del indio, el lirismo del alce, la ajetreada canción de la lluvia sobre las flores, el grito del águila cabeciblanca, las ventajas de pasear en taparrabos, la superioridad por sistema, donde vamos a parar, del cancionero sioux sobre cualquier machito blanco y varón, tipo Shakespeare o Mozart, los coros titilantes de las ranitas mágicas, la mano caída de la espuma, los arroyos como espadas, etc. Soldado, a ver, duda y recula, abandona el fuerte, dobla las rodillas, besa el terruño a la manera del papa Wojtyla cuando descendía del avión, grita Aleluya, recórcholis, repámpanos, y acto seguido corretea, que digo, hace cabriolas, dobles y hasta triples mortales, por entre el follaje, cual centauro zumbado con margaritas adornando su pelo. La idea admite múltiples subtramas. ¿Recuerdan Bailando con lobos? ¿La selva esmeralda? ¿Un hombre llamado caballo? ¿Sigo?

Qué me dicen de los diálogos, de la sutileza con la que se expresa el combate entre los buenos buenísimos y los malos de guardarropía, las parrafadas que explican el esplendor en la hierba y las razones crematísticas de los que cayeron en el lado oscuro, cómo unos son poéticos, capaces de hablar en alejandrinos frente al esplendor catedralicio del bosque, y otros rebuznan, incapaces de nada excepto la arenga militarista o el cálculo de doblones. O el mensaje, uf, sí, porque Avatar, más que nunca, es película de mucho y sentido mensaje. Cameron se entusiasma con sus poderes y, en algún punto de la producción, concluye que no sólo se hará mucho más rico sino que además va a perorar sobre el signo de los tiempos y los problemas más acuciantes de nuestro mundo (cambio climático, etc.). El resultado demuestra que éste hombre, tan dotado cuando se dedicaba a la ciencia ficción con vago mensaje subliminal (Aliens, el primer Terminator, etc.,) apenas pasa del anecdotario adolescente, la reflexión confusa y el enunciado de palomita y cocacola cuando le da por ponerse estupendo, o sea, trascendente.

Con los Oscars a un mes vista, y el aluvión de candidaturas recibidas por Avatar, creía apropiado escupir por el colmillo, hacer confesión de mi creciente sensación de soledad cuando todo dios me loa las virtudes de una película torpe, inarmónica y azucarada hasta la nausea. Este año, sin ir más lejos, hubo decenas de películas más importantes: Donde viven los monstruos, Fantastic Mr. Fox, In the loop, Déjame entrar, Up, Il Divo, etc. O Crazy heart, con su historia también manida, su cancionero country (firmado por T-Bone Burnett, ojito), su redención final, etc., pero que cuenta con un lujo o arma en absoluto secreta que ya quisiera Avatar, me refiero a Jeff Bridges, un actor. Si algo corrobora Avatar, y no se lo discuto, es el inevitable cambio de paradigma. Cada vez más (ya anuncian la construcción de otras 5.100 pantallas adaptadas al 3D) los adultos sólo irán al cine cuando tengan hijos en edad escolar, ya saben, a exclamar Ah, Oh, como cuando el trenecito de los Lumière, y ya.

Julio Valdeón

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