París ha sido siempre parvulario de América, donde germinaban sus mejores ideas a falta de ser exportadas. No sólo en el salón de Gertrude Stein, que alimentaba el ego/estómago de radiantes escritores con los calcetines picados, hubo estadounidenses sedientos de luz. Después de la II Guerra Mundial los Norman Mailer, Barbara Probst-Salomon y cía. discurrieron frente a Chartres como rescatar a Nicolás Sánchez Albornoz y Manolo Lamana del puño franquista, quiero decir, de aquel brutal régimen instaurado en España por la Gracia de Dios, Unidad de Destino en lo Universal que hoy lavan más blanco vergonzantes émulos del sin par humorista Serrano Súñer.
Los franceses aman y desprecian al gigante. Abrazan su cine: reinvidicación de Alfred Hitchock y John Ford por la nouvelle vague. Perpetuo enamoramiento del noir, el be-bop y el blues. Rendida adoración a Woody Allen, etc. Al mismo tiempo no perdonan que fueran los marines quienes los liberasen de Hitler. Ya saben, la tópica animadversión culpable de quien recibe favores. De ahí, intuyo, tanta risita displicente respecto a lo que consideran bárbaros usos del yanqui. Como no hay amor sin cuchillos también los gringos, que flipan con las fresas con nata, las brasseries y Edith Piaf, a veces cantan, como Troilo y Castillo, aquello de «Quisiste con ternura, y el amor/ te devoró de atrás hasta el riñón./ Se rieron de tu abrazo y ahí no más/ te hundieron con rencor todo el arpón». A bote pronto recuerdo aquel conato de rebelión gastronómica, cuando los seguidores del emperador Bush II solicitaron cambiar el nombre de la patatas fritas (french fries), en realidad harina de patata, como represalia por no sumarse los gabachos a la causa del misil inteligente. Concluido tan feo altercado, cuando ya parecían dormir serenos los huesos del viejo Lafayette, el noviazgo sufre un nuevo mordisco, esta vez a cuenta del gentilhomme Strauss-Kahn y su (presunto) empeño en que las camareras degusten genuflexas su loco can-can. Acaso las confundía con los países a los que en calidad de director del FMI asesora. Sea como fuere al marido de la periodista lo asisten abogados bien pertrechados con razones de Estado, mientras la relación Francia/EEUU luce imponente en libros como The greater journey: americans in Paris, de David McCullough.
El historiador sigue las andanzas parisinas de Samuel Morse, Charles Summer, Oliver Wendell Holmes, Harriet Beecher Stowe, Augustus Saint-Gaudens, James Fenimore Cooper y otros tantos viajeros, que en la senda de John Adams arriban en el XIX junto al Senna para encontrar un mundo nuevo y viejo, denso y maloliente, vivísimo y estupefacto, libertario y grandioso, astuto, historificado, sabio, ciclotícimo y sensual. Más o menos como si los romanos hubieran podido no ya alquilar como preceptores de sus adolescentes a los filósofos griegos, sino además, o sobre todo, estudiar en la Atena de Pericles. Tampoco el paraíso, ojo. La guerra franco-prusiana había golpeado el hígado del país, escupiendo entrañas por sobre los baldosines sin playa en la trasera. Aniquilando, de paso, a decenas de miles de franceses. Con ruinas y todo, París embrujó a sus argonautas. Para Stacy Schiff, biógrafo de Cleopatra, que reseña el volumen en el New York Times, «lo que los americanos trajeron de vuelta a casa fue más una educación artística e intelectual que sentimental (…) fueron años para configurar el arte y sus principios, una tarea asistida por el envío de la Estatua de Libertad y Tocqueville en direcciones opuestas. Y les concedió un don aún mayor: «Venir aquí ha sido una experiencia maravillosa, sorprendente en muchos aspectos, uno de los cuales es el de haber comprendido lo americano que soy», escribió el escultor neoyorquino Saint-Gaudens». En cierta forma, concluye Schiff, «París es la ciudad a la que acuden los buenos americanos para corroborar lo mucho que les gusta la mantequilla de cacahuete».
Siguiendo con la relación América/Europa Charles Rosen, de The New York Review of Books, glosa Bury place papers, de Frank Kermode. Se trata de una segunda compilación, luego de la que en 1991 publicó Harvard University Press, de artículos, conferencias, prólogos y reseñas firmados por el eminente crítico literario Frank Kermode. Un gigante. Que alumbró la imprescindible cuestión de la influencia, de como los autores literarios encuentran su lugar devorando, saqueando y procesando lo que los autores pretéritos legaron. Para ello se valió del Evangelio según San Marcos. Lo hizo nada menos que en Harvard, durante el ciclo de lecciones magistrales que impartió entre 1977 y 1978. Lo que no entienden nada, por ejemplo Damen Helen Gardner, le afearon la conducta. Hablar de las Escrituras como material radioactivo que propulsara la narrativa, entre otros, de Henry James. ¡Habrase visto semejante desfachatez! La buena de Gardner, claro, confundía la pelea contra la confederación universal de beaterías con la necesaria investigación de las fuentes bíblicas en tanto que material mítico-poético que ha alimentado la obra de muchos de los mejores. Años después ya llegaría Harold Bloom, otro dinosaurio, para que la úlcera de los posmodernos alcanzara el necesario grado de ebullición bienpensante, que como resulta bien sabido opera en doble sentido y machaca por igual entendederas conservadoras y progresistas. Bloom ha regresado con The anatomy of influence: literature as a way of life, donde reescribe o sintetiza las ideas de su seminal The anxiety of influence. Lo hace con la pizca de humildad que sus deudos siempre reclamaron, pero sin ceder en lo decisivo, o sea, que existe un canon ajeno a cuotas o políticas de discriminación positiva. Un canon aristocrático en el sentido platónica, lo cual que gobierno de los mejores, de los más inteligentes, ambiciosos, cultos y relampagueantes autores. Porque la literatura, qué le vamos a hacer, se gobierna por el bruto y bendito talento. Con el gusto marca de la casa por la frase interminable, enroscada como una boa, Bloom explica su pasión lectora. El lector, mecido por tanta y tan lírica erudicción, recibirá en vena el beso de la melancolía, convencido de que la crítica literaria morirá un poco más la noche en la que este insuperanble lector de Shakesperare, Milton y Whitman decrete el cierre por derribo.
Así mismo toca destacar la publicación, por vez primera en su versión completa en lengua inglesa, no expurgada por editores que desconfían del volumen neuronal de sus clientes, de Totalitarian art, el clásico que en 1990 firmó Igor Golomstock. Antiguo conservador del Museo de Pushkin, el investigador rusó firmó un trabajo brillante. Que penetra la carne que pueda recubrir la máscara de la conciencia hasta sajarla. Donde expone, con vigoroso traqueteo de apisonadora, hasta que punto la pintura, escultura, etc., de la Unión Soviética y las de la Alemania nazi, la Italia fascista o la China de Mao compartían arsenal estético. Dedicado a presentar a sus respectivos monstruos como padres amantísimos. En el fondo, claro, pintaban igual porque pensaban igual. En pos del maximalista triunfo de unos ideales con vocación de marmol pasaban por la trituradora cualquier conato de resistencia, con asesina devoción por las que pudieran perpetrar sus machacados súdbitos.
Para deseventrar como opera el arte totalitario Golomstock atiende primero a su génesis. Llega «cuando el Estado declara el arte y la cultura como armas ideológicas». Un minuto después el Estado «adquiere el monopolio sobre todas las actividades artísticas, construyendo a tal fin un aparato que las dirija y controle. De todos los movimientos artísticos, el Estado elige uno, siempre el más conservador, que responde a sus necesidades, y lo declara oficial y obligatorio». Como corolario fúnebre, «declara la guerra al resto de estilos y movimientos, señalándolos reaccionarios y hostiles a la clase, la raza, la gente, el Partido o el Estado, la humanidad, el progreso social o artístico, etc.». «Es el proceso por el que cual esta «megamáquina» se construye», explica, «su concentración o difusión en el espacio y el tiempo, lo que determine la formación del arte totalitario, su pureza y grado de cristalización. Pero una vez que la «megamáquina» se ha puesto en marcha da igual lo diversas que sean las tradiciones culturales e históricas de los países en cuestión, despuntará un estilo que uno pude con justicia denominar el estilo internacional de la cultural totalitaria: realismo total. Y sólo a partir de los detalles raciales, étnicos o geográficos presentes en las obras podremos determinar si una obra creada bajo el totalitarismo pertenece a este o ese país o gente». De Leni Riefenstahl a Knirr, Shurpin, Gerasimov o Hoyer, del animoso Lanzinger que pintaba a Hitler travestido de nibelunga lagarterana a un mariscal Zhukov venciendo a la hidra nazi hay un camino que arranca en la inflamada oratoria de los salvapatrias. Acaba en Treblinka o en el extremo más gélido del paraíso proletario, sección siberiana. Entre medias, su inteligencia para leer las posibilidades del arte complice, fabricado por palmeros, para concitar adhesiones inquebrantables. Lo que no alcanzaban con el pincel lo fiaron al Zyklon B y tan contentos.
Que Totalirarian art no hable de España, de óleos tan fascinantes, exactos en su desmesura, apocalípticos en su marcial exaltación de la horterada y ridículos si no fuera por los muertos como aquel inolvidable César Visionario con Franco entre flechas en plan cupido y requetés angélicos sólo puede explicarse por la residual esquina que ocupamos en el mundo. O, quién sabe, por una soberbia intuición por parte de Golomstock, que se adelantó en veintiún años a la limpieza de fondos, forros y cementerios que notorios diccionarios han practicado con el glorioso Caudillo, también llamado «la espada más limpia de Europa» por el no menos demócrata mariscal Petain. Cómo iba a patrocinar artes totalitarios quien fue celebrado por Gerardo Diego en inmortales versos («Nido de gavilanes./ Huevo de águila: Franco es el que nombro»), celebrado por el cardenal Plà y Daniel con ocasión de la boda de Carmen(cita) Franco, lo recordaba Manuel Vázquez Montalbán en un artículo publicado en 1992, como «gran arquitecto», «redendor de los presos», «vencedor de la muerte», «enviado de Dios» y, ¿mande?, «el que sube y baja las cuestas que es un contento».