En 1989 un politólogo de ojos como cuchillas puso patas arriba el mundo académico. Francis Fukuyama acaba de publicar El fin de la historia. Su libelo coindicía con la caída del oso soviético. Ligado al neocoservadurismo anglosajón, Fukuyama pronosticó el paraíso en la tierra. Ríos de tibia miel saludaban el advenimiento global del imperio democrático, la irresistible ascensión del mercado como metro de platino que barre para dentro y liquida cualquier propuesta ajena. Sólo restaba por dilucidar quien, entre Pepsi o Coca Cola, triunfaría en el campeonato de los más lucrativos elixires carbonatados. Con el tiempo hemos concluido que la beatería de Fukuyama no era tanta como creíamos. Recuerdo un libro de Josep Fontana consagrado a defender que la historia nace/muere con el hombre: mientras las bombas de hidrógeno no sepulten al último bípedo queda historia por tejer, romper, morder o destejer.
En realidad lo que decía el politólogo, con su osamenta postmoderna al dente, era que el hipotético triunfo del estado liberal nacido de las revoluciones burguesas traía bajo el ala la sociedad feliz, fin de trayecto, estable, casi perfecta, pronosticada por Marx y otros, sólo que en un sentido que el de Tréveris nunca hubiera pronosticado. Lejos de la Orquesta Roja y su partitura siberiana, con walkmans (¿recuerdan?) y Cds (¿idem?) en vez de melladas para los combatientes en la Gran Guerra Madre. Con la revolución científica como única revolución admisible en el fluir del siglo venidero. Con los tiranos en desangrada procesión hacia los sumideros del tiempo perdido. Y con Estados Unidos, faltaría, consolidando urbi et orbi las estructuras capitalistas y, oh, democráticas, de los atardeceres en technicolor del Pacífico a las arenas rojas de Namibia, de los Andes con pergamino de nieve a las megaurbes asiáticas. Lo que vino después -auge del fundamentalismo islamista, 11-S, populismo bolivariano, rauda e imparable ascensión china, Guantánamo, debacle económica, etc.- diríase que contradecía al estadounidense. Cierto, la historia no ha terminado, pero en los veinte años transcurridos desde la publicación del libelo EEUU sigue ejerciendo como indiscutible potencia, dueña del balón, del circo y la taquilla. El libre mercado asoma como única vía realista, o sea, preferible, para que las naciones y sus ciudadanos conquisten la felicidad preconizada por Benjamin Franklin. En Egipto, Túnez o Libia los movimientos democráticos, las insurrecciones populares, han derribado el mito del ulema con bomba adosada como única alternativa a las dictaturas pro-occidentales. Dicho lo cual, varios libros más tarde, Fukuyama regresa enfrentado con el neocoservadurismo que tanto río sus gracias de enfant terrible cuando según Tom Wolfe el trabajador manual estadounidense, con la tercera esposa colgada del brazo, contemplaba el ocaso desde un hotel cuatro estrellas en Puerto Vallarta. Su nuevo artefacto, The origins of political order, publicado por la Universidad de Stanford, traza un panorama completo, de largo y jugoso alcance, de las estructuras sociales. Arranca en la tribu y, en este primer volumen, acaba en el XVIII. El segundo, de próxima aparición, llega a la actualidad.
Explica Nicholas Wade en el New York Times, y dice bien, que Fukuyama arranca allí donde concluía el estudio de Edward O. Wilson. Si el laureado entomólogo fue el primero, en su Sociobiología, en concluir que el comportamiento social seguía un patrón evolutivo, esto es, ajustado a los postulados enunciados por el darwinismo, Fukuyama recoge la apuesta y la multiplica. Aplica el láser, y los conocimientos acumulados en estas dos décadas, a la historia de la humanidad. «Anteriores intentos de escribir grandes analisis del desarrollo humano tendían a enfocar en una sola explicación, como la economía o la guerra, o, como hacía Jared Diamond en Guns, germs and steel, en la geografía. El del doctor Fukuyama resulta inusual porque considera numerosos factores, incluida la guerra o la religión». Según le comenta a Wade George Sorensen, politólogo de la Universidad de Aarthus, Dinamarca, «refunda nuestra capacidad para comprender el desarrollo político. No es eurocéntrico ni monocausal, y en cuanto a las discusiones políticas será considerado un nuevo clásico». De la banda de cazadores descalzos a la tribu más o menos organizada, de cómo estas acabaron por alumbrar Estados. Fukuyama escribe sobre Europa. También sobre la India, China o el mundo islámico, hasta alcanzar las sociedades más desarrolladas, dotadas de un robusto ordenamiento jurídico y de la capacidad para hacerlo cumplir con esforzada independencia de los intereses que acunen sus élites. Esto explica, por ejemplo, que al examinar los países pobres concluímos que lo son no por falta de recursos sino por la incapacidad de mantener un sistema de leyes que garantice su buen funcionamiento. La importancia de la religión como tegumento social, las tácticas de supervivencia y colaboración heredadas del paleolítico, la marca de las grandes plagas en el imaginario de nuestros antepasados o los resortes biológicos que empujan a optimizar esfuerzos sirven Fukuyama como autopistas para erigir el entramado que explique el nacimiento y consolidación unas instituciones reveladas al trasluz inédito del cerebro. A falta de una lectura más exhaustiva, contribuirá a que las ciencias naturales, los avances en neurología, genética, etc., liquiden más y más el cerco de olímpica desconfianza levantado en su contra por tantos humanistas. La consideración de la obra de Fukuyama no agota, empero, el frente de novedades. Hablan mucho y bien en Los Angeles Times de Steve Earle, músico indispensable, favorito del arribafirmante, hacedor de canciones en solitario que son algo así como la tercera vía entre Bob Dylan y Townes Van Zandt, Woody Guthrie y The Clash. En mayo sacará su primera novela. Dos semanas antes lanza su nuevo disco. Parece que Earle percute en el ejemplo de autores como Nick Cave, señor del ruido, crooner daimónico, que aparte su legendaria carrera musical (con Birthday Pary, los Bad Seeds o Grinderman), y su labor como guionista acumula ya dos estupendas novelas. Titulada I´ll never get out of this world alive, título similar al de la última canción grabada por el malogrado Hank Williams, la obra de Earle se centra, dice, «en la mortalidad». Habla del médico que inyectó a Williams su última dosis de droga poco antes de que el mito del country falleciera en el asiento trasero de un Cadillac a la edad de 29 años. Cuenta las andanzas de un galeno que diez años después sobrevive a base de realizar abortos ilegales en el barrio chino de San Antonio, circa 1963. Con un paisanaje de vasos vacíos, jeringas rotas, plásticos putrefactos, vertederos en la solapa del vecindario, prostitutas, chulos, polizontes, cucarachas y apedreadas farolas, con un manojo más cercano a la cloaca que a la redención, con los mimbres fluorescentes de la noche americana chorreando aceite, sudor, sangre o semen, Earle ha escrito un texto lejano a sus habituales patrones, a la narración descarnada, a veces política, siempre quirúrgica y naturalista de sus canciones. En I´ll never get out of this world alive asoma, de hecho, una suerte de realismo mágico que según confesión de un amigo de Earle «parece concebido para ser escrito en español». Al fondo, impertérrito, la máscara maldita de Williams. La muerte sórdida del genio borracho y pendenciero, antelasa rural a la América de Elvis sin la que resulta difícil comprender buena parte de lo mejor que Estados Unidos ha dado en el último medio siglo, de Cormac McCarthy a Carnivale.
Las referencias visuales lanzan la arboladura de esta carta en busca de pantallas. Es ahí donde finalmente veremos la mil veces pospuesta versión de En la carretera, el clásico de Kerouac. Los derechos de adaptación pertenecen a Francis Ford Coppola. En un principio pensó en dirigirla él mismo, pero las deudas, el aburrimiento o la vendimia, lo convencieron que sería mejor, más provechoso, que otro, un director joven, saltara al pescante. Al final, luego de encargar varios guiones (existe uno firmado por Barry Gifford) el encargado será Walter Salles, ganador del BAFTA y el Oso de Oro. El de Río, conocido por Estación Central de Brasil y Diarios de motocicleta, parece una elección obvia. Sus títulos más conocidos percuten en la carretera como camino del héroe, vía de conocimiento externo e íntimo, homérico cúmulo de polvo, lluvia y viento que hace del niño hombre y de los corazones rotos frondoso abrevadero. Lo suyo puede ser tanto el arterfacto impersonal e impacable del artesano cuidadoso como un desastre del calado de aquella espantosa versión de El amor en los tiempos del cólera, tan mala que hasta el magnético Javier Bardém parecía mediocre. Con lo que no contamos, al menos no mucho, es topar un clásico tipo Matar un ruiseñor, La noche del cazador o Al este del edén, modélicos ejemplos de clásicos bien cocinados, acaso porque los cineastas comprendieron a tiempo que la traslación literal equivalía a encañonarse las sienes.El estilo sincopado, jazzie, hijo del fraseo del divino Bird, de Kerouac, conspira contra Salles. Las novelas del beatnick con botas de leñador, escritas en rolllo de papel barato, son garantía de asombro no tanto por lo que cuentan, que también, sino como por cómo lo cuentan. Por la fuerza de un escritor que manejaba los registros idiomáticos con desparpajo kamikace. Todo lo contrario al eunuco provisto de diccionario, al capado que teme al idioma y pulsa sus teclas con prevención o miedo, Keoruac pilotaba folios a machetazos. Su intenso erotismo, homo o hetero, su fulgor de cometa enemistado con la grisalla, endulzaban cierta ingenuidad, esa adolescencia nunca superada. Por eso, todavía hoy, En la carretera mantiene su estatura como texto canónico. Hay que leerla cuando la mierda de las redacciones, el veneno español, la falacia de un mundo repartido entre mediocres, inunda nuestro ordenador. Manejamos con prevención la noticia. Ya veremos si el sueño del viaje infinito encuentra traductor en imágenes. Y si merece la pena.