Una vez fui a un ciclo de sus películas en el Lincoln Center y me topé con él a cuatro filas de distancia. Estaba arrugado, preñado de siglos, whisky, evangelios literarios y cuernos de diablo. Era inteligente y pendenciero cual emperador romano vestido de gnomo. Norman Mailer, pocos meses antes de morir, comandaba escenarios como el último peso pesado de la escritura que era. Choteó a los moderadores. Guiñó el ojo a las chicas del público. Hablaba con esa misteriosa ironía que parece diseñada desde la cuna para que algunas personalidades con aura vacilen al personal. Hondo igual que los toreros que liquidan el espacio/tiempo bajo un sol carnicero. Gamberro como sólo quien ha ganado dos Pulitzer puede permitirse. Convencido de que era posible reencarnarse. Tolerante con la magia y demás patochadas, tan poco compatibles con su velocidad mental y prodigiosa cultura. Pero en fin, los genios suelen incurrir en violentas contradicciones. Capaz de arrancarte una oreja si el demonio del bourbon lo poseía, paseaba su filigrana dialéctica sin perder comba ni dejar de apretar el cerebro del respetable. Que manejaba consciente de la imagen que proyectaba, del sarcófago del que habló en Los ejércitos de las sombras. Aquel disfraz para posar frente al mundo repintado a diario. Tras confirmar que a ciertas alturas del relato el escritor necesita fagocitar su personaje y no al contrario. Ser algo más que un rebaño de anécdotas. Mejor la multitud de mitos arremolinados en torno a sus novelas y viajes. O el remolino mítico de guiones y denuncias, combates con Mohamed Ali y Gore Vidal, matrimonios, cinco, hijos, nueve, reportajes y columnas, amores y borracheras que lo acompañaron hasta besar la fosa.
Lo último del galeote, que murió en 2007: han puesto a la venta su casa en el 134 de Columbia Hights. 2,5 millones de dólares. 1,7 millones de euros. Junto al puente de Brooklyn y el East River. Según sus hijos, «le gustaba escribir con vistas». El New York Times publica un artículo. La agente inmobiliaria que lleva el negocio habla de dificultades para encontrar comprador. El edificio, townhouse de cuatro plantas, «es muy personal». Los retoños atribuyen la venta a cuestiones prácticas. Les encantaría si alguien pone el cheque con ceros y levanta un museo. Pero no le hacen ascos a despiezar, incluso, la librería paterna. Los premios. Los recuerdos de una vida sujeta por los perros de la escritura. Luchando por entregar títulos como tanquetas. Acorazados de turbulencias e historia americana. Tan evocador contemplar las fotografías del apartamento con vocación de barco, Mailer era un enamorado del mar, y su residencia principal estaba en Cape Cod, legendario por Moby Dick, como melancólico. O tempora, o mores!, vaya. Una lástima que el refugio donde tecleó muchas de sus mejores obras acabe en el plato de los especuladores. Dudo que la ciudad enjuague su patrimonio. Los hijos, en fin, buscan el beneficio inmediato al franciscanismo de preservar el patrimonio paterno, que el cabo debiera de ser ya universal.
Otra esfinge de nuestro tiempo, bien que le pese: Bob Dylan. 70 años el 24 de mayo. No es esta publicación para hablar de su música. Baste señalar que se trata del cantante/compositor más importante que haya dado Estados Unidos tras la II Guerra Mundial. Un portento que enseñó a los rockeros a escribir de algo más que chicas y coches. Liquidó el modelo Brill Building, con compositores a sueldo (Doc Pomus, Leiber & Stoller, Carole King, etc.) en el 1619 de Broadway, para patentar el artista que escribe sus propios temas. Actualizó el folk, superando a modelos como Woody Guthrie. Patentó el folk-rock (Byrds). Tras grabar la magistral trilogía eléctrica (Bringin´ it all back home, Highway 61 revisited, Blonde on blonde) espoleó a Beatles y Beach Boys para parir Revolver, Sgt. Peppers y Pet sounds. En 1967, retirado en las montañas de Woodstock, compuso decenas de canciones gloriosas, puro arcano, pobladas de ángeles country y carreteras blues, que prefiguran el alt-country de los últimos veinte años, muy lejos de la psicodelia que entonces eclosionaba en San Francisco. Publicó un disco de versiones abominable (Self- portrait) en 1970, quien sabe si decidido a arruinar su propio mito, que tanto lo atormentaba. También editó, en 1974, el mejor disco dedicado al desamor del siglo XX (Blood on the tracks). Vió a Cristo en un motel y, mal que le pese a sus fans del sector Izquierda Reaccionaria, editó una insuperable rodaja gospel con Slow train coming. Tampoco olvido las maravillosas canciones descartadas a principios de los ochenta (Caribbean wind, Groom´s still waiting at the altar, Yonder comes sin, Need a woman, Tell me, Blind Willie McTell, Someone´s got a hold in my heart, Foot of pride, New Danville girl, etc.) en favor de temas inferiores, cuando seguía escribiendo tocado por los dioses pero el apagón de la confianza en sí mismo ya oscurecía su capacidad de discernir. Ni el regreso, crítico y comercial, con Oh mercy (1988) y, sobre todo, Time out of mind (1997), Grammy al disco del año. O el Óscar en 2002 por Things have changed. Love and theft (2001) o como ser el hombre más viejo en alcanzar el número 1 en la lista de ventas estadounidense. Nadie, además, había regresado a la cima tras un periodo de ausencia tan largo: 26 años, desde 1975 con Desire). El monumental Modern Times, número 1 en EEUU y RU, alabado de forma unánime por la crítica. Igual que el primer volumen de sus memorias, publicado en 2006. Y a eso iba. A los libros sobre Bob. Pero no a Crónicas, que fue el que escribió él, sino a los que redactan otros. Decenas. Cientos. En realidad tantos que Diego A. Manrique solía repetir la anécdota de aquel titulado, jocosamente, ¡Oh no, otro libro sobre Bob Dylan no! (de 1991, firmado por Patrick Humphries y John Bauldie).
La lista de volúmenes dedicados a su majestad Dylan impresiona. En los últimos dos/tres meses, When Bob meet Woody: the story of young Bob Dylan, libro ilustrado, para lectores de 8 a 12 años, respeta la mitología angélica relativa al personaje, tan combatida, dicho sea de paso, por el biografiado. En esa misma onda (libro ilustrado infantil sobre tema dylanita), apareció en 2010 Man gave name to all the animals. Bob Dylan: A spiritual life, de Scott Marshall, y The gospel according to Bob Dylan: the old, old story of Modern times, por Michael J. Gilmour, ofrecen sesudos análisis sobre la influencia de las Escrituras en los textos dylanitas. Está la reedición de Bob Dylan: the stories behind the songs, 1962-1969, a cargo de Andy Gill. Hablando de reediciones, actualizadas: The old, weird América, texto relativo a las Basement Tapes a cargo del siempre brillante Greil Marcus, que también ha reunido cuarenta años de artículos sobre el músico en Bob Dylan: writings 1968-2010 y es, así mismo, firmante en 2005 de un volumen de 300 páginas centrado en una canción, Like a rolling stone: Bob Dylan at the crossroads. Mientras redacto estas líneas acaba de aparecer No direction home, la biografía clásica del difunto Robert Shelton, publicada originalmente en 1986. Regresa en una edición con 20.000 palabras inéditas. ¿Biografías dicen? Down the highway, de Howard Sounes, a veces pelín escorada a lo escabroso, y mi favorita, la mejor, la más documentada, polémica, erudita y feroz, Bob Dylan: behind the shades. The 20th anniversary edition, de Clinton Heylin, que en 2009 y 2010 ya publicara dos libros, Revolution in the air y Still on the road, consagrados a estudiar todas y cada una de las canciones escritas por Bob, publicadas en disco o no.
Bob Dylan: like a complete unknown, del profesor de Syracusse David Yaffe, pone el foco, o al menos eso asegura la solapa del libro (¡ni siquiera yo, reconocido y obseso dylanita, puedo leerme todo lo relativo al maestro!) en su relación con los negros, su imagen en las películas, su inimitable fraseo y sus métodos de escritura. ¿Más? Veamos. Bob Dylan: New York, de June Skinner Sawyers, donde hace recuento de los lugares neoyorquinos relacionados con Bobby. The ballad of Bob Dylan, otra biografía, completamente nueva, a cargo de Daniel Mark. O The mammoth book of Bob Dylan, de Sean Egan. O Positively 4th street: the lifes and times of Joan Baez, Bob Dylan, Mimi Baez Fariña y Richard Fariña, de David Hajdu. Por no hablar de la bibliografía parida en meses anteriores, como Bob Dylan in America, del gran historiador de Princeton Sean Wilenzt, y Shelter from the storm: Bob Dylan´s Rolling Thunder years, de Sid Griffin y relativo a la gira de 1975/76. El mismo autor, apenas tres años antes, había publicado Million dollar bash: Bob Dylan, The Band and the Basement tapes, ni que decir tiene sobre las grabaciones del 67 que aparecieron oficialmente en 1975. Ah, el 11 de octubre saldrá Bob Dylan, alias anything you please, de Ty Silkman, 176 páginas de bonitas fotografías.
Tantos, tantos libros que incluso el arribafirmante acaricia la posibilidad de urdir uno. A publicar en España, Atacama musical donde uno sólo puede escribir ensayismo cultural relacionado con la música si quiere hacer el ridículo o matarse de hambre. La sobreabundancia de sobre el autor de Desolation row e Idiot wind impide abundar en otras novedades, pero cómo no hablar del tipo al que han comparado con Whitman y Yeats. Candidato al Nobel de literatura. Una candidatura algo chusca, por cuanto olvida que sus textos nacieron para ser cantados. Su efervescente luminosidad, su laberíntica capacidad para acopiar espejos, la bruma de seda, ron y veneno que lo precede, las esmeriladas heridas de su escritura, los continuos juegos de su voz, palidecen separados de la música junto a los que fueron concevidos. Teniendo muy claro, eso sí, que acierta Marcus al explicar que «las distinciones entre cultura popular, cultura seria, alta cultura, etc.» son puro artificio. Pues «No creo que los grandes logros de John Ford o Elvis Presley sean inferiores a los de Picasso. Y si buscas alegorías, encontrarás tantas y tan buenas en Highway 61 de Bob Dylan como en las series de los minotauros de Picasso». Amén.