En 1984 Neil Young atravesaba uno de sus periodos turbulentos. Diversas desgracias familiares, un cambio de discográfica, unos discos incomprensibles, una voluntad transgresora y unas declaraciones explosivas, apoyando a, ejém, Reagan, casi finiquitan su crédito. En la cocina, una obra de puro country, Old ways, que el multimillonario David Geffen, presidente de la discográfica donde ahora grababa, consideró insultante. Tanto que lo demandó por tres millones de dólares, convencido de que le estaba entregando a mala hostia «discos inusuales y poco comerciales». La respuesta del artista: «O deja de tocarme los cojones o sólo sacaré discos country y con el tiempo dejarán de ser raros porque será mi estilo. Si sigue así me convertiré en el puto George Jones». Mientras los abogados litigaban Young formó los International Harvesters (fuera sombreros: Rufus Thibodeaux, Spooner Oldham, Hargus “Pig” Robbins, Ben Keith, Tim Drummond, Joe Allen, Anthony Crawford y Karl Himmel) y salió de gira. A treasure, resumen aquellas actuaciones, es la enésima demostración de que siempre fue hijo de Hank Williams y primo hermano de los Flying Burrito Brothers. Poco después, junto a los Harvesters, regrababa Old ways. El cómo un grupo que en directo golpeaba exuberante pudo sonar tan desvaído en el estudio queda en el limbo. Como fuere, A treasure presenta rutilantes nuevos arreglos en canciones ya conocidas y cinco soberbias inéditas, incluyendo la desatada Grey riders. Miel eléctrica. Virtuosismo y furia.

Julio Valdeón

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