Los grandes rockeros sobreviven a sus propias arrugas, dice el tópico banal, y hasta lo creo, pero de lo que no tengo duda es de que el ego es una malformación del alma que crece en el invierno del cuerpo. De hecho, no pocos dioses terminaron en el asilo, haciendo manitas con una leyenda fumigada a base de concesiones, reflejados en un espejo por el que circula su antigua leyenda como un expreso cruel. Así Bruce Springsteen, al que acabo de ver dos recitales consecutivos en el estadio de los Giants, en Nueva Jersey.

La primera noche se marcó, completo, Darkness on the edge of town. Vigorizado por la imparable sucesión de gemas como Factory, Streets of fire o Prove it all night, Springsteen clavó, incluso, las canciones más famosas, aquellas que hace años que suenan cansadas, tipo Badlands. Fue, en conjunto, un concierto intenso, en el que parecían posibles los viejos milagros. Los problema, ay, llegaron al día siguiente: Bruce tocaba Born in the USA del tirón; entonces quedaron patentes los borrones que el día anterior había disimulado. El de NJ cantó con ganas, pero donde hubo escalofrío ahora olía a mesianismo. Se imponía la adoración del ídolo que cura enfermedades, ese que sube niños al escenario a mayor gloria de sus babosos padres. Veinticinco años después de publicar Born in the USA, el Bruce que combina fogonazos y rock de garrafa, momentos sublimes y banalidad sin hiel, regresó para recordarnos cuándo y cómo empezó a cagarla; de paso, entregó un concierto en el que los instantes de asombro (una Kitty´s back gloriosa, una Jersey girl tersa y liviana), hicieron más dolorosos los estribillos tontoides, los numeritos ensayados, la mecánica del circo rock.

Ojalá sirva este tour para darle la merecida despedida a la E Street Band, al menos durante unos cuantos años. Ojalá regrese Springsteen a los discos, tipo The Ghost of Tom Joad, o las giras, como la acústica de 2005, que de verdad parecen importarle ahora.
Para recordar porque un día portó el estandarte del mejor rock and roll basta con que publiquen de una vez la caja del 30 aniversario de Darkness on the Edge of town. Si entre sus caramelos figura alguno de los conciertos del 78 las historias oficiales deberán de añadirlo a las listas de los mejores directos del siglo XX, de la mano del Live 1966 de Bob Dylan, los dos primeros Live at the Apollo de James Brown, el Live at the Harlem Square Club de Sam Cooke, los At Folsom prision y At San Quentin de Johnny Cash o el Live rust de Neil Young. Si se empeña en llenar estadios, si aparca el genio en la botella y escribe con el piloto automático, si insiste, vaya, en sacar discuchos inanes, ajenos a sus intenciones y miedos, anhelos y gustos actuales, si ofrece, noche tras noche, Dancing in the dark, en vez de joyas maduras como Dry lighting, hará bueno, mal que me pese, el primer párrafo de éste artículo, y eso, Bruce, duele, o al menos a mí me duele.

Julio Valdeón

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