Concierto en el Joe´s Pub. Antes de llegar la puerta giratoria del metro me arranca el talón de la bota izquierda. Quizá sea éste el presagio de una tarde sombría, o acaso los hados que no existen compensen con un recital musicalmente raudo, emocionante, pleno. Sobre el escenario, Mary Gauthier (1962), la gran tapada de la música estadounidense, que a estas alturas debiera de coleccionar Grammys si la industria no fuera pasto de ejecutivos sin corazón, alimento para niños de chupete, marketing sin embestida ni garra. Acompañamiento mínimo, guitarra acústica y una violinista a los coros. La de Louisiana, seis plásticos en el zurrón, deslumbró en 1997 con su debut, Dixie Kitchen, y especialmente en el 99, 2005 y 2007 con Drag Queens in Limousines, Mercy now y Between daylight and dark. Todos rebosaban canciones errantes, lamentos de pupila quemada, versos dramáticos y una voz con esquirlas de tabaco y oro. Country/folk de altura. El último, además, se beneficiaba de una producción áspera, cocinada en vivo, a cargo del siempre recomendable Joe Henry (Teddy Thompson, Solomon Burke, Allen Toussaint, Elvis Costello).

Hace un mes publicó The Foundling, un disco autobiográfico. Cuenta, en trece temas, la historia de un bebé abandonado. Habla de niños vagabundos, de pasear cicatrices y buscar a la que te parió con las preguntas enredadas a la lengua como un alambre electrificado. Habla de reencuentros chatos con la realidad, del momento en que la nieve del olvido comienza a arder, de llamadas telefónicas sin nada que decirse, de vivir siendo viudo de madre, huérfano a perpetuidad, difunto anticipado, camposanto de tu propia infancia, urna funeraria de una niñez con viento en los huesos. Habla, sí, de crecer cuando aquellos que debían protegerte traicionaron su pacto de sangre, cuando te arrojan por la ventana para dejarte solo como el más solo de los patitos feos que se pierden y lloran bajo un cielo de hielo. No hay en lo que canta dramatismo de pegote o ficción desbocada: Mary Gauthier, recién nacida, fue abandonada en la inclusa. Con quince años escapó de su familia adoptiva. Durante su adolescencia/juventud viajó de botella en botella, de centro de rehabilitación a cárcel del condado, hasta que con treinta y cinco, tras estudiar filosofía y montar un restaurante en Boston, escribe su primera canción. Poco después edita un disco. «Otra noche y otro día/ otro día y otra noche/ quieres volver a casa/ no encuentras el camino», reza uno de sus temas.

En The foundling sus versos muerden («Dices que me amas/ Mira, sé que somos extraños/ Pero soy un secreto que no puedes contar/ Ambas podemos herir/ Y el agujero que tu hiciste es mayor/ No busco un lo siento/ No más que las puertas del infierno/ No busco culparte/ Desearías haber actuado distinto entonces/ Sólo quería darte las gracias una vez/ Pero tú no sabías cómo hacerlo/ Antes de que esta vida termine/ Y ahora es demasiado tarde para cambiar nada/ Supongo que por eso llamé/ Adiós».). Lástima que Michael Timmins, el productor, empañe algo el embrujo con demasiadas gasas. Su arquitectura sónica chupa el aíre del estudio, mide cada latido, amortaja con arabescos inútiles y manierismos relamidos los gritos de una poeta visceral que funciona mejor en blanco y negro.

En directo, menos mal, recuperamos a la discípula del Cohen de principios de los setenta, una Patsy Cline sin countrypolitan ni hostias, aquella a quien debieran venerar los devotos de la gran Lucinda Williams. Su voz es un murmullo felino, un caramelo ronco que cuando no aúlla ríe. Emperatriz del viaje, reina de los vagabundos, redondea su cante con palabras como navajas. Fueron casi dos horas que pasaron como un misil, con la garganta encogida, agradeciendo los detalles irónicos, los momentos de valsecito y country alegre. Como escribiera Raúl del Pozo en una vieja columna, podríamos catalogar lo suyo de clásico siguiendo la definición de Rafael El Gallo, o sea, «Lo que no puede hacerse mejor».

«¿Crees en el amor?», murmuró casi al acabar el concierto, repitiendo la coda de Another day borrowed. Si esto se lo oyes a cualquier otro piensas que estás ante un telepredicador, una presentadora de mesa camilla o un político y echas a correr. Si la pregunta te la hace Gauthier, luego de haberte apretado los cojones con sus estrofas de aceite hirviendo, dices amén y aplaudes, de rodillas, o casi.

Julio Valdeón

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