No deja de resultar curioso. Buscamos de nuevo a Amelia Earhart, as de la aviación desaparecida sin posdata en 1937, mientras en casa enterramos a otro halcón. James Morehead, coronel retirado, veterano de la II Guerra Mundial y Corea, ha fallecido a la venerable edad de 96 años. La implacable biología, al fin, ha abatido al hombre contra el que toparon los mejores pilotos japoneses y alemanes, un disparo de viento que manejaba como un dios sus aeroplanos mientras otros compañeros, menos eléctricos, besaron las olas. Durante su carrera militar acumuló condecoraciones suficientes para que su pechera recordara a las de los bolivaristas sudamericanos. Esos generalotes que han hecho de la autopromoción modus vivendi. A diferencia de ellos, todas y cada una de las medallas del soldado Morehead fueron ganadas a mordiscos. Peleó contra el enemigo a lomos de un tigre metálico. Casi podía cenar un sándwhich a dos mil metros de altura, mientras apretaba el gatillo de su ametralladora. Su periplo no está contaminado de propaganda bélica; puede consultarse. Cifras, datos, que contrastan con la historia ficción. Que explican porque los EEUU fueron capaces de voltear una guerra que en sus inicios olía a descalabro.
Nacido en 1916, en Oklahoma, cuentan que era hijo de granjero y maestra. Margalit Fox, en su obituario para el New York Times, explica que durante la Gran Depresión ponía viandas en la mesa familiar gracias a su habilidad como cazador. El adolescente disparaba ardillas a las que el hambre aseaba de prejuicios y poco después estudió en la Universidad de Oklahoma. En 1940 se enroló en el ejército. Según Fox, allí recibió el apodo de Wildman. Entre otras hazañas por su capacidad para volar cabeza abajo durante 80 kilómetros. Claro que no fueron las baladronadas la clave de su fama. O sí. Quizá sin ese gusto por el riesgo, al que retaba para aplacarlo como un John Huston, sin su necesidad de desactivar terrores penetrándolos hasta el fondo, su país no hubiera dispuesto de un piloto semejante. Siempre feliz de mecanografiar la misión más difícil con la facilidad, automatismo o eficacia con la que el resto escribe su nombre o respira.
Destinado a Australia, sus oficiales le encomendaron el entrenamiento de un puñado de aviadores bisoños. Con los que supuestamente debía luego de enfrentarse a los japoneses. No solo cumplió en la tarea. Su escuadrón pronto fue uno de los más brillantes. Son numerosas las batallas en las que participó. Muchos los episodios heroicos, en los que Morehead, a virtuoso golpe de bala trazadora, reventó el mito de un enemigo imbatible, o como dice Fox, «esta victoria (en la que derribó dos aviones japoneses y sus hombres otros ocho en el transcurso de un día), y que le reportó la Cruz por Servicios Distinguidos, sirvió para desactivar la noción de que los japoneses eran invencibles».
No olviden que poco antes habían caído las Filipinas, una carnicería que explicó como nadie, con hombría melancólica y lirismo sin impostura, el gran John Ford de They were expendable. Inolvidable John Wayne en su papel de militar que bajaría hasta el infierno por los suyos e imborrable el recuerdo y agradecimiento hacia un James Morehead que hizo buena la certidumbre de Woody Allen. A saber, que al fascismo no se le combatía con chisposas columnas del New Yorker sino en la trinchera o las nubes. Como hizo él en el frente del Pacífico, subido a un bimotor que más que película merecía un biógrafo sensato. Alguien frío. Capaz de mostrar su vida y, casi sin quererlo, explicar al trasluz virtudes tan poco modernas como la profesionalidad.
James Morehead, piloto, nació el 16 de agosto de 1916 en Paoli (Oklahoma) y murió el pasado 11 de marzo en Petaluma (California).