Jocoso, alegre, deslenguado, vivaz y santo bebedor. Podría ser el perfil de cualquier simpático, pero hablamos de Barney McKenna, el último de los integrantes originales del grupo de folk The Dubliners, una institución irlandesa como Joyce (¿necesitamos explicar de dónde tomaron el nombre?), el «whisky católico» (McNulty dixit), el cielo color pizarra, el amargo recuerdo del hambre, la cerveza negra, los barcos hacia América o la melancolía de John Ford y sus muertos resucitados al calor de una pelea en El hombre tranquilo. De 72 años, el grande del banjo y la mandolina ha fallecido de un colapso cardiaco en la cocina de su casa, durante un receso de su gira.

A falta de otros datos, digamos que su corazón ya no soportaba el ajetreo de tanta noche y tantas baladas. Murió en compañía de Michael Howard, guitarrista, desayunando, sin decir nada, hacer pucheros o alarmar a su invitado, con la clase de un príncipe y la humildad del pescador que hubiera saludado orgulloso el Manuel Fidello de Capitanes intrépidos. Con su desaparición Irlanda pierde a uno de sus mitos más perdurables, y el aficionado al último nexo con un pasado quizá no mejor pero sí excitante.

Nacido en 1939, McKenna fue un virtuoso del banjo que entró a formar parte de The Dubliners junto a Ronnie Drew, Ciaran Bourke y Luke Kelly, cuando estos se formaron al calor del pub O’Donoghue’s, el mismo donde Paddy Moloney, otro amigo, creó The Chieftains. Fue, sin dudarlo, el epicentro del folk irlandés. La tradición irlandesa, la mezcla de gaélico e inglés, las canciones de marineros, los romances de raigambre medieval, y el siempre necesario calor y color de un whisky que hoy resultaría espantoso para los paladines de la vida sana y la «buena muerte» (Pepe Carvalho), todos esos elementos, revueltos y bien aliñados, afloran en una discografía imparable, donde conviven las composiciones originales y las versiones, los discos en directo y los clásicos como Seven drunken nights, Never marry an old man, Whiskey in the jar o su revisión de las celebérrimas Dirty old town (curiosamente escrita para una obra de teatro contemporánea, y no un tema tradicional), o The wild rover. Con su garganta afilada y ronca, McKenna entonaba dramones como I wish I had someone to love.

El éxito le llego al grupo en 1968, cuando las emisores oficiales tuvieron la siempre fructífera idea de prohibir Seven drunken nights y el grueso del colectivo rock juró amor eterno a aquella banda de borrachuzos que en realidad ocultaban, tras la marejada de espuma bien cremosa, un conocimiento de la tradición y un talento poético propio de quienes toman el canon y lo renuevan con dignidad y estilo. Por si alguno se confunde, añadamos que cuando la violencia terrorista del IRA y las respuestas unionistas cercenaron el norte del país The Dubliners renunciaron a cantar su repertorio más belicoso, los himnos guerreros: no fueran a tomarlos por unos descerebrados pirómanos o alguno creyera encontrar en su hermoso legado una justificación para el crimen.

Celebrados por admiradores como U2 o The Pogues (con los que grabaron, a finales de los 80, sus últimos éxitos), alcanzaron su 50º aniversario para recibir un premio de la BBC y con McKenna como último mohicano. Contador de historias mitad inventadas mitad descacharrantes. Único superviviente del esplendor de un grupo volcánico en el que el barbado intérprete fascinaba por su asombrosa capacidad para hacerse soluble en el material que trabajaba. Él mismo personaje de una de sus canciones. Fulgurante instrumentista al que debemos, entre otras menudencias, el moderno ataque del banjo en el folk contemporáneo y no menos de 10 discos imprescindibles.

Barney McKenna, músico, nació el 16 de diciembre de 1939 en Dublín, donde falleció el 5 de abril de 2012.

Julio Valdeón

© Julio Valdeón Blanco / Diseñado en WordPress por Verónica Puertollano (2012)