No es fácil encontrar a un personaje como Neil Young. Adorado por sus pares, celebre por su independencia, ha comido sandwiches en el Olimpo, conocido la infamia, deambulado por entre los escombros de unos ochenta miserables y publicado más clásicos de los aconsejables: tanta genialidad abruma. Otro rasgo bendito es su capacidad para desdecirse. De los plantones a Crosby & Still & Nash a las peleas con el llorado David Briggs o al regreso con el Búfalo, aplazado para escribir unas memorias. Una de sus grandes polémicas siempre estuvo relacionada con el sonido. Donde dije vinilo ahora exclamo Blue-Ray (esos Archivos, ays) y luego me descuelgo con una jam con Crazy Horse grabada en cinta analógica previa mesa de válvulas. Ahora, tras anunciar que regresa con el Caballo Loco y presentar otra película con Jonathan Demme (¿Qué fue del Trank show, Neil?) vuelve a su bestia negra: «Encuentro un pequeño problema con la calidad de la música actual. No me gusta. Me irrita. No la calidad, pero estamos en el siglo XXI y tenemos el peor sonido de la historia. Peor que el de un disco a 78 r.p.m».
Seguramente todos hemos maldecido alguna vez frente al televisor. Sucede cuando, durante la pausa publicitaria, los anuncios aporrean tus tímpanos a un volumen ensordecedor. Esto sucede porque los anunciantes exigen que se estire al máximo el rango sonoro de sus criaturas, a fin de competir con la cháchara de la suegra, el murmullo de la cisterna. Lo mismo ocurre con muchos discos desde la aparición del CD. Gracias al medio digital, resulta posible aumentar el volumen de la música… a costa de laminar el rango dinámico. Así, a cambio de lograr una melodía capaz de destacar entre la tormenta perfecta de ruidos contemporáneos, perdemos graves y achatamos agudos: destrozamos las sutilezas, la respiración del disco, los espacios en blanco, para acoplarnos a las exigencias del MP3 y sonar contundentes en los reproductores de baja calidad, el interior del coche, el vagón de metro o la emisora de radio. Todavía peor: a fin de que las grabaciones antiguas no parezcan cutres a oídos de un público entrenado en el más alto todavía, las remezclamos al límite. Suprimimos su rango dinámico original. Las transformamos en burda papilla. Cualquiera que haya escuchado la reedición del 97 de Raw power sabrá hasta que punto se trata de un ultraje. O el infausto Magic de Bruce Springsteen, un buen trabajo neutralizado, atornillado, desguazado por el fenicio deseo de competir con las producciones que gustan a los nenes, para quienes el concepto de alta fidelidad resulta tan marciano como la reaccionaria idea de comprar un disco. Magic, por cierto, fue mezclado por el reputado ingeniero Bob Ludwing, al que imagino desolado cuando el Boss le anunció sus planes: Ludwing es un firme partidario de respetar la riqueza dinámica de la música. Cuando le tocó trabajar en el Chinese democracy de Guns N´ Roses presentó tres posibles versiones y casi tiene un orgasmo cuando Axl Rose eligió la única que no amordazaba el rango dinámico.
En cuestiones sónicas, como en tantos asuntos, conviene escuchar a Neil. Atrabiliario y anarquista, sí, y también honesto, en un negocio repleto de charlatanes.