El admirable escritor y psiquiatra Juan José Jambrina publicó el otro día un artículo dedicado a la España vaciada. No ya vacía, como en el libro de Sergio del Molino, sino saqueada. Parece lo mismo pero no lo es. Jambrina, empeñado en cartografiar ese 89% de iceberg sumergido bajo la superficie del agua, proclama «la necesidad de que quienes escriben sobre este tema, aparte de hermosas descripciones, añadiesen a sus escritos posibles soluciones o señalasen a los culpables de esta hecatombe». El enriquecimiento de algunos territorios no puede entenderse sin el sacrificio de otros. Acuciados por periódicos desprendimientos de población. Descuartizados para atender las urgencias fabriles y la demanda de chachas, porteros, nodrizas, barrenderos, camareros, mayordomos, repartidores, albañiles, mozos de almacén, chatarreros, afiladores y siervos de la gleba de las zonas privilegiadas. Yo ya comprendo que desde el punto de vista de un xenófobo todo esto sea inane. Incluso imagino que prefiere sacudirse a esos cochinos inmigrantes interiores no asimilados, exóticos y grasientos. Inmunes a los cantos de sirena de la inmersión cultural. Anárquicos y destruidos y desarraigados. Empeñados en hablar en casa el idioma de los bárbaros. Unos hombres, recuerden las palabras del Lama, que si por la fuerza del número llegasen a dominar, sin haber superado su propia perplejidad, destruirían Cataluña. E introducirían su mentalidad anárquica y pobrísima, es decir, su falta de mentalidad. Bien, decía que asumo la desgana, y doy por supuesto el asco, del xenófobo. Si antepone la locura identitaria a la igualdad de todos imaginen lo que le importará el destino de quien juzga extranjero e, incluso, la propia salud económica del territorio que pretende emancipar. Pero entiendo mal tirando a cero el idilio de la izquierda con nuestros posmodernos nazis. Su empeño por confundir uno de los territorios más ricos de España con el Sáhara y a los partidarios del citado Lama y Puigdemont con los kurdos. O la facilidad con la que aplaude que ciertas comunidades gocen de privilegios nimbados por el violento y oscuro prestigio del Antiguo Régimen. O la obscenidad de que algunos, da igual quienes, impongan sus criterios, y se pasen la ley por el forro, al grito del trágala perro. Encerrada en el laberinto identitario, hiptonizada por el fulgor primario de la tribu, la izquierda española va camino de ser incompatible consigo misma. Irreconciliable antagonista de sus propios valores y su vapuleada historia.