No es cierto que vivamos tiempos canallas. O sí, pero siempre lo fueron. Adobados de hipocresía, repletos de lameculos y verdugos. La literatura, sus olvidos, prebendas, enchufes, caprichos y mafias, se limita a reproducirlos. ¿Espejo irónico? ¿Comentario burlesco? Ja. Compañera de catre, liendres y palangana. Piensen en cómo las modas reparten salvoconductos. Ejemplo terrible, el relativo pero hiriente olvido en el que hace décadas chapotea Bernard Malamud. Uno de los imprescindibles. De cuando Estados Unidos engendraba titanes, escritores como Saul Bellow, Norman Mailer, o lo más jóvenes Updike y Roth, Philip, por no hablar del otro Roth, Henry, cuyo A merced de una corriente salvaje constituye uno de los ciclos imprescindibles del último siglo.

En un bonito artículo para El País Enrique Vila-Matas homenajeó la vocación inflexible de Malamud, su empeño a muerte con las palabras, mediante una cita de Bukowski, ese fulgurante prosista, y sobre todo poeta, al que en España desprecian ciertas vacas sagradas, más bovinas que sacras, acaso porque nunca pasaron de los primeros libros que le tradujo Anagrama, principios de los ochenta. Decía el viejo Chinaski, «Si vas a intentarlo, que sea a fondo. Si no, mejor que ni empieces. Puede que pierdas familia, mujer, amistad, trabajos y hasta la cabeza. Puede que no comas en días, puede que te congeles en un banco de la calle. No importa. Es una prueba de resistencia para saber que puedes hacerlo. Y lo harás. A pesar del rechazo y de la incertidumbre, será mejor que cualquier cosa que hayas imaginado. Te sentirás a solas con los dioses, y las noches arderán en llamas. Cabalgarás la vida hasta la risa perfecta. Es la única batalla que cuenta». Cabalgar hasta la risa perfecta. Así peleó Malamud durante su vida. En pos de un instante mágico, irrepetible, que tiene poco que ver con la inspiración, esa se presupone, y mucho con una dedicación feroz. Se aprecia en sus cuentos, cómo con el paso de los años ganan en nudos, rugosidades, laberintos, sin perder la gélida claridad ni permitir la torpeza de que asomen sus costuras. O en sus novelas, siete, para qué mas.

La noticia, estupenda noticia, es que The Library of America, por fin, edita en tres volúmenes la obra completa del autor. Los dos primeros, consagrados a los años 40, 50 y 60, acaban de publicarse. Contienen las novelas y cuentos del periodo, incluido un puñado de relatos desconocidos. Los ha editado Philip Davis, profesor de la Universidad de Liverpool y autor de la sensacional Bernard Malamud: a writer´s life. Preguntado por el escritor nacido en Brooklyn, hijo de tendero, explica que en su estilo había una mezcla de optimismo y melancolía, atención por el detalle y compasión profunda hacia el sufrimiento ajeno, humor y dulzura, pesadumbre y, dándole sentido a la mezcla, una honda creencia en los ideales democráticos del país, su inopinada mezcla de culturas, su abigarrada y mestiza sensibilidad, su carácter hijo de mil sangres y leches, sus cimientos revolucionarios y enfrentados a la esclerosis de la vieja Europa. Dice más: frente a Bellow y Roth, aupados merced a la honda impresión que causan sus imponentes frisos, sus ambiciosos retratos de época, Malamud ha sufrido y sufre por humilde. Más francotirador que cañonero, más acuarelista que aficionado a los frescos murales, lo suyo era el escorzo perfecto, la luz enferma que se filtra por los cristales muy sucios de un comercio al borde de la extinción en Atlantic Avenue, las pequeñas tribulaciones de un matrimonio de inmigrantes de Williamsburg incapaz de llegar a fin de mes, la lucha de un adolescente que tiene que viajar varias horas en metro, a pie, bajo la nieve, entre el barro, para llegar al colegio; en fin, la experiencia de los marginados, los humildes, los devorados a secas dentelladas por un sistema bulímico de carne humana, los millones achicharrados en la cegadora lámpara del Sueño Americano. Y lo hizo, lo contó, sin apretar el acelerador, sin forzar la corrosión ni adornarse en el claroscuro. Con profunda empatía, sinceridad, limpieza, precisión y finura, con respeto y una acendrada, feroz honestidad. Normal que su maestro fuera Tolstoi.

Hay otra importante cuestión. Davis la enfrenta raudo. La condición de judío de Malamud. Resulta casi tópico recordar que fue Bellow quien se refirió a si mismo y a sus colegas Bernard y Roth como «escritores judíos». Las etiquetas son saludables… sin pensamos en el mercado. Delimitan y acotan. A veces simplifican. O sea, facilitan la labor de los dependientes de ultramarinos, agentes y editores, sellos y librerías, periódicos, etc. A Malamud la etiqueta lo incomodaba. Cierto que escribía, mayormente, sobre la experiencia judía en América. Los inmigrantes y sus descendientes; las persecuciones de las que huyeron; los progromos que infectan la memoria del continente; y lo que encontraron tras pasar por las aduanas de Ellis Island. «No quería ser etiquetado o introducido en un gueto: se trata, de nuevo, de una cosa escondida -podríamos decir que intencionalmente asimilada- dentro de otra: la humanidad en toda su amplitud resumida dentro de las vidas judías, lo que los judíos representan en la tradición occidental, y cómo los trasciende: su influencia en la sentimentalidad, la moral o la ley, en los viejos temas del sufrimiento y en la redención (…) Malamud creía en la asimilación judía, y amaba el crisol americano, acogedor y mezcla de razas y clases».

Porque Malamud escribía, por regla general, de judíos, pero su escritura, su visión y panorámica, son universales. Escogía lo que tenía más cerca. Aquello que conocía mejor. La incertidumbre, pasiones y dramas de quienes habían cruzado el Atlántico para encontrar su particular tierra prometida. Fundada no sobre los herrumbrosos, repugnantes muros de la religiosidad o el fanatismo, sino sobre la igualdad de oportunidades, la capacidad de reinventarse, las infinitas, al menos sobre el papel, posibilidades que ofrecía un país con esqueleto y músculo de continente.

De El reparador a El dependiente, su literatura brota generosa en seres angustiados, vapuleados por las circunstancias, mediocres sólo en apariencia. Que se redimen, y nos redimen, incluso cuando se muestran incapaces de vencer sus mezquindades. A pesar de que algunos, muchos de esos ciudadanos empobrecidos, ofendidos, desdichados, putean a sus semejantes o así mismos, son capaces de animar en sus desvencijados pechos un pálpito de grandeza. Su viaje acostumbra a ser el del tipo ordinario, usted, yo, que enfrentado a acontecimientos no épicos pero sí decisivos, no de forma abrupta sino gota a gota, aprende a sortear el miedo. Aunque termine arruinado, exhausto, ridículo o muerto, abandona la escena con el aplauso entre enternecido y asustado de un público, de nuevo nosotros, que se retuerce entre la simpatía y la dolorosa certidumbre de que nos reconocemos en su peripecia, sus vanas ambiciones, su miserable día a día, su desesperado intento, frente al viento helado, por saborear un gramo de dignidad en mitad de la más cancerosa de las derrotas. Imposible destacar entre tantas fabulosas novelas, y todavía peor atreverse a subrayar algunas de sus colecciones de cuentos (creo recordar que una edición completa, bueno, si exceptuamos los inéditos ahora rescatados, se editó en España hace unos pocos años), de El barril mágico a El sombrero de Rembrandt. Nacido un 26 de abril de 1914, su centenario ofrece la posibilidad de recuperar a un maratoniano que sin embargo nunca perdió la elegancia plástica del corredor de distancias cortas. Con media sonrisa y suprema elegancia pasó de la novela al cuento y narró las tormentas que una y otra y otra vez convierten nuestros sueños en hielo picado, y los desolados afanes a los que nos aplicamos, inútilmente, hermosamente, para reconstruirlos.

Julio Valdeón

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