Hubo un momento en el que pensé que hostiaba a la juez de silla, que acababa de borrarle un punto decisivo. Serena Williams, benjamín en una saga de amazonas, casi enloquece. Le brotó el ramalazo chungo, la flor de plomo del barrio. Esa cadencia hombro/cadera que más que aprendida en la cancha parece memorizada en el talego. Estaba a punto de reeditar su cagada de 2009, cuando confundida por la pompa amenazó a otra empleada del torneo. La cólera le costó miles dólares en multas y un tóxico cartel de ogro. El error de ayer, suyo y doble, por gritar antes de que acabara el punto y, segundos después, por la chulería con la que reaccionó a la decisión arbitral, fue aprovechado. En lugar de adornarse en el cabreo o jalear su mala leche, ordeñó hacia dentro la ira. Gracias al veneno enhebró golpes magníficos, con la pelota ejecutando culebrinas. Al final perdió el partido, la gloria, el cheque del millón y medio de dólares, pero que es eso cuando llevas trece majors, sobreviste al asesinato de una hermana y hace seis meses te chupaste una embolia.

Bebiendo el gota a gota y entre tubos de oxígeno acaso haya meditado sobre la desorientación que produce el enfado mal conducido. No es cuestión de patrocinadores, que huyen del competidor hosco porque hemos decretado que los gladiadores, aparte matarse, deben mear colonia. Hablamos de respecto por una carrera que arrancó en canchas huérfanas de saneamiento hasta que viajó a Florida, siempre bajo el escrutinio de un padre con ceño colérico de dios griego. En estos años ha encadenado triunfos dignos de una Cleopatra. No parece recomendable imitarla hasta el áspid, que funciona siempre mejor y duele menos si es de plástico y muerde a Liz Taylor. En el póquer de emperatrices de la era Open sólo la superan Graf, Navratilova y Evert. La actitud final hacia la ganadora honra su temple. El de la niña que para motivarse colocaba citas del reverendo King en la bolsa de las raquetas y adagios de Marcus Garvey, tan supersticiosa o más como el mejor de los toreros. Algunas derrotas anuncian la decadencia, un cierto olor a muerte en las pupilas del que hasta ayer reinaba en la jungla. En el caso de Serena Williams consuela porque mientras los cronistas anticipaban su epitafio demostró empaque. A la hora de las copas plateadas agradeció el cariño del público y honró el talento de Samantha Stosur, esa surfista dorada.

Pd.: leo que la dirección del US Open podría sancionar a Williams. Resulta que durante los noventa segundos que amenzó con desbocarse estuvo demasiado, como decirlo, ¿suelta? Algunas de sus palabras sonaron a amenaza. Para cuando quiso morderse la lengua ya era tarde. Ese genio. Mmm. Deberá insistir con la terapia.

Julio Valdeón

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