Con esa ingenuidad a prueba de bombas que distingue al constitucionalismo realmente existente creíamos que si algo bueno tuvo el procés fue la definitiva extinción del PSC. Un partido desprovisto de cartografía y sentido útil toda vez que ya no era menester disimular las pulsiones racistas de los señoritos con el antifaz de la corrección socialdemócrata. Ja. Ahora sabemos que la descomposición iba en serio. Que al final de la escapada renacería el PSC. Ninfo de George A. Romero sentado a mirarse en el espejo sin otro interés que el de amontonar parcelas de poder y/o empujar al nacimiento de una nación digna de D. W. Griffith con el cuerpo de baile de Michael Jackson, thriller. A Salvador Illa, que sale a ganar la Generalidad por orden sanchista, mapomperro que destila viscosa suavidad a falta de ideas, no se le conoce más oficio que el de plusmarquista mundial del exceso de muerte y, antes, enviado especial a las parcelas de un constitucionalismo que los del PSC, donde ejercía de educado fontanero, siempre han tratado con la prevención debida a los experimentos que amenazan el chiringuito. Bastaría con enumerar algunas de sus fastuosas hazañas para comprender hasta qué grotesco extremo los socialistas han colocado en la casilla de salida a un hombre que debería estar en su casa. Si es que no delante de un juez. Apoyado en el director del Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias del Ministerio de Sanidad, el incalificable Fernando Simón, y en el delegado del Gobierno en Madrid, José Manuel Franco, Illa ha dedicado sus mejores contorsiones a disparar a quemarropa contra Madrid y su presidenta, Isabel Díez Ayuso. Esa suripanta. Capaz de abrir un descomunal hospital público sin perspectiva de género, clases de reiki, sofás de Roche Bobois y menús de José Andrés. Toda la peripecia de Illa al frente del ministerio ha sido una gigantesca campaña política que reveló su mejor utilidad de cara a unos comicios locales. Aquellos polvos y aquellos cierres eran los lodos que anticiparon la campaña electoral en Cataluña. Se negó a contabilizar todos los muertos, miles, a los que no se les practicó prueba PCR y cuesta entender por qué sus rivales no celebran con palmas la designación de un siniestro. Comparte gloria con López Obrador y otros en el teatro de la pandemia gestionada con acentos de guerra cultural. Cada vez que en una entrevista explica que el gobierno no lo ha hecho ni mejor ni peor que el resto de las naciones, que lo nuestro cabe situarse en la media (medianía) general, los periodistas deberían de acudir a Our World in Data y leerle el porcentaje de muertos con respecto a la población nacional. Por lo demás érase una vez una tierra, dulce tierra, donde los golpistas pasaban por demócratas, los racistas presumían de progresistas y al mayor fraude del reino le decían Churchill. Lo del lobito bueno, pero con buitres. Nadie encaja mejor en la comunidad zombie que el vendedor de barquillos con chaquetita blanca, emperador coronado de todas las morgues.

Julio Valdeón

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