Después de 5 días nuestros iliberales siguen traspuestos por las imágenes del asalto al Capitolio. Reclaman las sales después de haber disculpado el asalto a la democracia española en 2017. Denuncian el populismo los mismos que acariciaban el vientre de miles de exaltados, animados en sus delirios por los capataces de una banda criminal. Son los que llamaban a rodear congresos. Los que frente al acoso de sus rivales políticos invocaron el jarabe popular y otros detritus neoguevaristas. Esos que no tienen problema en abrazarse con golpistas. Los que, como el ministro Alberto Garzón, 31 de enero de 2013, celebraban la existencia de «opciones no parlamentarias: materializar en la calle la deslegitimación de este sistema. Forzar la dimisión y unas nuevas elecciones». Por no hablar de los corresponsales extranjeros, que llegaron a España dispuestos a ser Orwell y envejecieron celebrando a los adversarios del Estado de Derecho. Está archidemostrado que los revolucionarios flipan más cuando despeñan democracias ajenas. Las comparaciones son odiosas, susurra una gente con los escrúpulos éticos de quienes aplauden a los insurrectos de Washington D.C. Les falta añadir que el loco disfrazado de Jamiroquai sólo quiere votar. ¿Parlem? Algunos días fantaseo con escribir que la noche está estrellada y a lo lejos susurran las masas al rescate de la democracia estadounidense, secuestrada por el espíritu del macartismo y la caza de brujas, heredera de Jim Crow, contaminada por los toqueteos del complejo militar/industrial. ¡No hay otra que embocar un proceso constituyente! ¡Liquidar el régimen de 1776! ¡El norte oprimió al Sur! ¡Y las nuevas generaciones no votaron la Constitución! ¡Rodea el Capitolio! ¡Apreteu, apreteu! Qué lo de Donald Trump y asociados provoca náuseas resulta incontestable. Aunque no menos que soportar el desahogo de unos fulanos que consideran normal que el presidente de una autonomía española diserte sobre del ADN de sus conciudadanos o que estemos en vísperas de indultar a unos golpistas mientras el vicepresidente del gobierno español, el señor Pablo Iglesias, hizo carrera con el espantajo de la casta y la perpetua glorificación de la democracia emocional. Cada vez que uno de estos caraduras reclama juzgar por sedición al sedicente Trump apetece reírse, después llorar.