El 20 de agosto (aunque algunas fuentes hablan del 23) falleció en Nashville Justin Townes Earle. Tenía 38 años. La autopsia encontró en su cuerpo restos de cocaína y fentanilo. Meses antes, cuando peleaba para desengancharse de los opiáceos en una lucha regada con hectolitros de alcohol, fue hospitalizado con neumonía, causada por la inhalación de sus propios vómitos. Justin fue el autor de una discografía imponente. Parecía uno de esos raros casos en los que un viejo habita el cuerpo de un joven. Más bien a la arrogancia juvenil añadía una elegancia y un humor infrecuentes a según qué edades. Bebía de las fuentes primigenias del rock and roll y el country. Tenía muy estudiados a Lead Belly, Woody Guthrie, Hank Williams y Lightnin’ Hopkins, y también a los Clash, los Ramones y a los Beastie Boys. De hecho comenzó como cantante en grupos de punk y hip hop. Pero cuando publicó su primer disco ya prefería el sortilegio del folk y el embrujo del blues a los coloristas pastiches que entretenían a muchos contemporáneos. Sus canciones destilaban ese oscuro resplandor que caracteriza también las del brillante y trágico cantautor tejano Townes Van Zandt, en cuyo honor fue bautizado. Por supuesto Justin era hijo de Steve Earle, mito de la americana y el alt-country, discípulo y amigo del propio Van Zandt. El pasado octubre, acompañado por su grupo, los Dukes, Steve Earle entró en los Electric Lady Studios, en Manhattan, y en un par de meses grabó un disco, J.T., donde interpreta 10 canciones de su hijo y añade, de remate, una propia, escrita para la ocasión, Last words. Sale hoy. Cuenta Steve, en un reportaje del New York Times, que temía la posibilidad de que alguien lo invitara a participar en un disco de homenaje. «No quería que me pidieran estar en un disco de tributo con varias personas que creo que fueron absolutamente cómplices y ayudaron a matarlo. Así que pensé que la forma de cortar eso de raíz era hacer un disco por mi cuenta». En Saving Country Music, el obligatorio blog de country y músicas afines, añade que el disco «se llama J.T. porque a Justin nunca lo llamamos de otra manera hasta que fue casi adulto. Bueno, cuando era pequeño, lo llamaba Cowboy. Para bien o para mal yo amaba a Justin Townes Earle más que a cualquier otra cosa en esta Tierra. Dicho esto, hice este disco, como cualquier otro disco que haya hecho, para mí. Era la única forma que conocía para despedirme». J.T. emerge como la polaroid del hijo del padre y viceversa. Ambos tocados por el hado fatal de las adicciones. Caminantes en el filo de los teatros y las bambalinas. Allí donde el desarraigo, la vida itinerante y los cantos de sirena de los dulces venenos amenazan con sacarte del camino. El primero sobrevivió para cantarlo y contarlo. El segundo quedará como un gigante desaparecido antes de tiempo. Ángel del rock y demonio para sí mismo y los suyos. En el artículo del Times también recuerdan que Steve habló por teléfono con Justin horas antes de que llegase la muerte. «Steve, el cantautor de country-rock, que luchó contra la adicción durante años, le dijo a su hijo, un músico alabado por derecho propio, que lo apoyaría si estaba listo para comenzar su propia desintoxicación. “Le dije: ‘No me hagas enterrarte’”, recordó el mayor Earle en una entrevista. «Y él respondió: ‘No lo haré'»». Ningún padre debería enterrar a un hijo. Resta el dolor de la familia Earle, incluida la nieta de Steve, la niña de 3 años de Justin, Etta St. James Earle, destinataria final de todos los royalties que genere J.T. Y yo escribo de todo esto, y subo el volumen al quince, porque, aunque leyéndome no lo parezca, el mundo merece la pena más allá de una actualidad política miserable.