Lo malo de escribir sobre Bob Dylan es la sobredosis de textos previos. Todo dios ha largado, mejor o peor, sobre nuestro hombre. El propio Bob, luciendo mueca canalla, anima a que le dediques tu propio libro. Otro más. Quién sabe, sonríe taimado. A lo mejor hasta entregas una obra maestra. Liado con otros proyectos, también yo considero la posibilidad de elaborar uno. Dudo, entre otros asuntos, respecto al periodo. ¿Los últimos quince años? Mmm, los editores aplaudirían: desde “Time Out Of Mind“ entrega discos a ratos soberbios, a veces desiguales, nunca marrulleros. Hoy, más que nunca, Dylan mola. Luce fetén. Concita babeante unanimidad. Acumula premios (Polar, Oscar, Grammy, Pulizter), desbordados elogios críticos en Mojo, Uncut o el Village Voice. Ventas sorprendentes por nutridas.

No olvido que hubo un tiempo, entre 1978 y finales de los noventa (descontado “Oh Mercy“, 1989), que sólo concitaba burlas. Recuerden el sonido cutrísimo de “Street Legal” (redimido siglos más tarde al ser remasterizado), la traición perpetrada al pasarse al cristianismo (“SlowTtrain Coming“, “Saved“, “Shot Of Love“). Ah, su claudicación a la fétida fiebre ochentera (“Empire Burlesque“, coproducido por el nefasto Arthur Baker), donde machaca joyas de munición pesada, como la inolvidable “When The Night Comes Falling From The Sky“; menos mal que seis años después Jeff Rosen, mánager, archivero mayor, fiel y sagaz escudero, recuperó la impactante toma junto a Steve Van Zandt y Roy Bittan). O sus pésimas elecciones a la hora de elegir canciones, abandonando en demasiadas ocasiones las mejores guiado por un instinto que flaqueaba (las dudas comenzaron mucho antes. En 1973 a punto estuvo de suprimir “Forever Young” de “Planet Waves“: todo porque la noche en la que fue grabada la novia de Lou Kemp la escuchó en el estudio y, perspicaz ella, largó, « ¡Venga Bob! No me digas que a tu edad te estás volviendo sensiblero»). O las decepciones: “Under The Red Sky“, 1990, la esperada continuación de “Oh Mercy“, grabada con demasiadas estrellas, a caballo de los conciertos, con una producción estreñida. Qué me dicen de las indefendibles chapuzas, tipo “Knocked Out Loaded” o “Down In The Groove“. ¿Y los conciertos lamentables? Cualquier motivo valía para crucificarlo. A veces con razón. Otras, sólo explicable por la ignorancia de algunos, el esnobismo de otros (premio para Siouxsie Sioux, de Siouxsie and the Banshees) y el evidente horror que provocaba en las jóvenes generaciones de intérpretes gravitar en torno de una estrella tan masiva. Tan capaz de achicharrarte si acercas el morro. Dylan, mago de las mil voces, hacedor de turbulentas letras y melodías, regaló noches, bolos, sesiones, en las que parecía empeñado en practicarse un baño de gasolina y fuego. Hastiado de la adoración, del mito, encadenado a una fama paralizante, aburrido de sí mismo, arramplando de paso con varias cosechas de malta escocés, cartografiaba su penúltima hazaña: un suicidio artístico en cámara lenta.

Sin embargo Clynton Heylin no exagera cuando explica que el periodo 1978-1983 merece aislarse de la debacle. Equiparable, por la abrumadora cantidad de grabaciones apoteósicas, por la furia de sus directos, a cualquiera de las épocas, digamos, santificadas. A la del trovador acústico y concienciado. A la de la trilogía eléctrica. A la del retiro en Woodstock, con “John Wesley Harding“, las “Cintas Del Sótano” y el bellísimo country de “Nashville Skyline“. Similar, en logros, a la que comprende “Blood On The Tracks“, “Desire” y la Rolling Thunder Revue… O a la actual, donde a mi juicio brilla imbatible “Love And Theft” (2001). Detrás caminan “Modern Times” (2006) y, algo más lejos, “Together Through Life“, (2009), donde la única obra maestra indisputable sería “Forgetful Heart“. Pero como me explicó Heylin, «Julio, una obra maestra es una más de lo que yo, tan crítico a veces con Dylan, he hecho jamás». Mención aparte merece el misterioso y poético “Tell Tale Signs“, imprescindible para armar el puzle desde 1997.

En una cervecería de Williamsburg, sorbiendo un café con hielo mientras servidor apuraba una cerveza, en un mediodía solar, naranja, con puestos de libros a la puerta y parejas hipsters más allá de los ventanales, asentimos. Si existe un lapso mal comprendido y peor estudiado, eclipsado por la suma de errores, por la catarata de baratijas que vino luego, arranca con “Slow Train Coming” y culmina en “Infidels“.

Hagan la prueba, doblando la apuesta.

Quiero decir, sin tomar el soberbio tren que produjera Jerry Wexler en los Muscle Shoals de Alabama. ¿Por qué? Bueno, sobre “Slow Train Coming” existe una cierta unanimidad en cuanto a su maestría. El impacto de comprender hasta que punto el periodo es deslumbrante se multiplica si en el reproductor MP3 introduces, sólo, los mejores zarpazos de “Shot Of Love” e “Infidels“. Combinándolos con los que aparecieron en recopilatorios de descartes, oficiales y piratas (búsquenlos en www.expectingrain.com; acudiendo a discussions; dándose de alta y, albricias, accediendo a los foros ocultos, caladeros donde bullen miles de grabaciones).

Paso a centrarme en una gema, “Jokerman“. Su análisis ilumina en buena medida lo ocurrido durante esos años.

Hija de “Caribbean Wind“, arranca donde acabó ésta. Fue escrita durante alguna de sus escapadas al Caribe. Mantiene el pulso entre la introspección y el gesto apocalíptico. Aguarda expectante el fin del mundo. Acodado en una trinchera de flores cortadas, charcos de sangre y caballos sin cabeza, el bardo escucha acordeones en las olas. Se equivocan quienes creyeron que “Infidels” marcaba la transición entre sus discos proféticos, de cristiano renacido, y la vuelta a un discurso mundano. Cierto que en directo abandonó la práctica de disparar sermones, recuperaba viejos temas y ya no salía al escenario como plumaje de cruzado. Verdadero que en sus nuevas canciones aparecían vetas ajenas al Antiguo y Nuevo Testamentos. ¿Y? Todos sus discos, desde “Slow Train Coming“, han sido paridos por un poeta místico. Un creyente, yes. Anarcoide. Desesperanzado. Mitad católico y mitad judío. El Dylan laico, si es que alguna vez existió, termina con “Street Legal“, en realidad drapeado de imágenes esotéricas (“Changing Of The Guards“) o si me apuran con “Desire“. El Bob profético sigue ahí. Agazapado, en “Red River Shore“, “Ain´t Talkin´” y otras. ¿Por qué habría Bob Dylan de ajustarse al metro patrón cocinado por sus fieles? Desde una fe que el hombre riega a su bola, comprendemos asimilamos mejor su actuación ante el Papa. En absoluto una traición; al menos no contra sí mismo. Como escribió el añorado Javier Ortiz, «Dylan ha sido siempre un inconformista. Siempre. Ahora también. El error está en confundir inconformismo y progresismo, o dar por hecho que el inconformismo va inevitablemente unido a la oposición al sistema capitalista, o a la identificación con las masas oprimidas. Ni el Dylan joven fue un excelso revolucionario socialista ni el Dylan adulto es el meapilas reaccionario que muchos creen. Su inconformismo –el de entonces y el de ahora– le ha llevado siempre a rebelarse, primera y principalmente, contra los intentos de etiquetarlo, de encasillarlo, de hacerlo predecible».

Heylin explica su devoción de forma inequívoca. Una vez que Dylan perdió la fe en la MUJER como diana de sus mejores versos, tras “Blood On The Tracks“, encuentra una nueva causa, la religión, que abraza con la ferocidad antes destinada a esposas, novias, amantes y ligues. Si apenas durante dos años mostró el nuevo rostro a las claras fue por motivos de supervivencia comercial. Se convenció de que de seguir predicando acabaría en las catacumbas de la industria, sección dinosaurios. El sustrato bíblico viene del principio, de sus balbuceos como escritor. Se prolonga hasta la actualidad.

“Jokerman“.

Estos versos: «Eres un hombre de las montañas, caminas sobre las aguas/ Embaucador de multitudes, mezclador de sueños/ Vas a Sodoma y Gomorra/ Pero ¿qué te importa? Nadie querrá allí casarse con tu hermana/ Amigo del mártir, amigo de la mujer deshonrada/ Exploras el horno candente y ves al rico sin nombre». «El Levítico y el Deuteronomio/ La ley de la jungla y el mar son tus únicos maestros». «El fusilero acecha a enfermos y lisiados/ El predicador busca lo mismo: nadie sabe quien llegará primero/ Porras y cañones de agua, gas lacrimógeno, candados/ Cócteles molotov y piedras tras cada cortina/ Jueces sin corazón mueren todas las noches». O estos: «Una mujer ha parido a un príncipe y lo ha vestido de escarlata/ Él se meterá al cura en el bolsillo, pondrá la espada en el fuego/ Sacará de la calle a los huérfanos y los pondrá a los pies de una ramera».

El gran embaucador, payaso supremo, bufón, denuncia tanto a Cristo como al Diablo. Las alusiones bíblicas se multiplican: Mateo, Daniel, Marcos, Lucas o el Apocalipsis, conviven, que para eso hablamos de un literato ilustrado, de un genio que ha leído y asimilado mucho y bien, con alusiones a Keats o la mitología. Pueden encontrar un detallado informe en las notas correspondientes de Letras, el tomazo de Global Rhythm.

Como gran poesía, admite interpretaciones múltiples. El ataque a los falsos maestros. A los políticos con máster en demagogia. A quienes tiran del populismo para besar la entrepierna de la masa y así chupar mejor. Al fondo persiste su afán por rebuscar entre los hallazgos líricos del canon religioso, su erudición no tan exótica y su funesta visión de un mundo que considera condenado sin remisión. Lo que le diferencia de, pongamos, Terrence Malik, de El árbol de la vida, sería la potencia metafórica, la maligna niebla que envenena el conjunto, su fondo oscuro, maldito. Así separamos al alucinado, atormentado burlón, del artista contemplativo y amable, esteticista.

La música, entre tanto, mantiene un tono musculado. Digno de sus mejores poemas épicos. Subiendo y subiendo. En una fórmula patentada que luego otros tomaron y sólo los escogidos supieron aprovechar. Sly & Robbie, ases del reggae, contribuyen con un tejido rítmico jugoso, potente, tropical, flexible. Alan Clark, de Dire Straits, añade capas a los teclados. Las guitarras de Mark Knopfler y Mick Taylor se superponen. Knopfler, de paso, produce. Desesperado. Él, puro british. Incapaz de amoldarse a los perversos e indisciplinados métodos del jefe. A Knopfler le debemos que centrara las sesiones. Que peleara, sin éxito, porque algunas de las mejores canciones no fueran descartadas. También debemos de señalarle como responsable de ese sonido pulcro. Demasiado pulcro. Que chupa el aíre y estropea un poco el resultado, ablandándolo. Bob, claro, trajo las canciones. Escritas durante un periodo de dieciocho meses.

“Jokerman“, una de las principales, ya apuntaba como fija en el disco desde el minuto 1. Lástima que tras convencerse de que la tecnología no siempre es mala comenzara y retocara una y otra vez las partes vocales. El método: Bob grababa y acto seguido, en cualquier rincón del estudio, mientras los músicos descansaban, la reescribía. Hasta entonces hubiera tenido que regrabarla entera. Ahora, gracias a las mesas multipistas, podía grabar y grabar los nuevos versos, cambiar los que no le convencían, etc., sin molestarse en llamar al grupo. Como resultado en “Jokerman” ofrece un texto soberbio pero la interpretación vocal, siendo estupenda, desmerece de la capturada a la primera, el 13 de abril de 1983. Típico de los primeros ochenta: elige versiones inferiores, desecha grandes temas, manosea lo sublime, duda, y acaba liándola.

En este caso, menos.

Aunque suficiente si atendemos a la monumental, salvaje versión que ofreció en el programa de David Letterman. Bob goes punk. Haylin en Still on the road (the songs of Bob Dylan, 1974-2006), texto fundamental a la hora de escribir mi artículo, como decisivas han sido las conversaciones que hemos mantenido: «la canción a veces ha regresado para alcanzar antiguas cimas: notablemente la truncada interpretación que ofreció en show de Letterman, cuando encontró el alma y corazón del tema en una forma que estaba más cerca a “London Calling” que a su encarnación en estudio. Y en Woodstock, en 1994, cuando abrió el concierto más multitudinario del Never Ending Tour, delante de un embarrado mar de cabezas de fans de Green Day, con una canción cuyo significado descansa enteramente en las palabras, que aquella noche enunció con rara precisión, quizá aún tratando de “mantenerse siempre por delante del perseguidor que llevas dentro“».

«Esto ya lo hice mañana», musitaba Charlie Parker en el cuento de Cortázar. Como el mejor Bob Dylan. Con su estudiada desgana, su incapacidad para dar bien en la foto, incluso cuando le conviene, con su hambre de cazador insatisfecho y su pasmosa capacidad para sobrevivir, para continuar vigente, vivo, fresco, a veces oteando el futuro, otras buceando en las tumbas del blues añejo o el country gran reserva. Capaz, como en “Jokerman“, de entregar un temazo, perder fuelle y, sin señal previa, catapultarlo a alturas inimaginables, vertiginosas, incandescentes, en sucesivas indagaciones.

Julio Valdeón

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