Cuando Cash agonizaba rubricó un pacto con Rick Rubin. Cada vez que el cantante se sintiera con fuerzas, cuando la lengua de fuego de la enfermedad lo respetara, habría un ingeniero y un guitarrista a su disposición, veinticuatro horas al día, siete días a la semana, a un mero golpe de teléfono. De esta forma se grabaron las pistas de “American V: A Hundred Highways”, publicado póstumamente en 2006, y “American VI: Ain’t No Grave”. A la venta esta semana, “American VI” acarrea paletadas de dolor crepuscular; cierra el círculo; prima las reflexiones sobre la propia mortalidad. Normal: los meses en los que se gestó fueron terribles. En abril de 2003 June Carter fue ingresada de urgencia en el hospital baptista de Nashville. Estabilizada al cabo de dos días, volvió a casa, pero semana y media más tarde los doctores le encontraban un severo problema en una válvula. Fue intervenida de urgencia, pero no sobrevivió al postoperatorio y un infarto masivo desenchufaba su cerebro. El 12 de mayo, tal y como cuenta Michael Streissguth en Johnny Cash, The biography, Johnny autorizó que le fuera retirado del respirador. «Y, como Jack», (recuerden, el hermano de Johnny) « (June) agonizó durante días». Falleció el 15. Dejó atrás a un marido en eclosión de muerte, al hombre al que había recogido hecho trizas a mitad de los sesenta, cuando podía devorar hasta 300 píldoras diarias, el mismo al que acompañó tras los muros de las prisiones. Ejerció como socia indisoluble de Cash durante cuarenta años de quemar carreteras, ciclón de expansiva energía que lo mismo impregnaba todo con su religiosidad omnisciente que espantaba fantasmas merced a una risa llena de cascabeles.
Una de las primeras cosas que hizo Johnny nada más fallecer June, sin esperar a salir del hospital, fue «pasar cheques a todos sus hijos». Tal y como le explicó el contable de los Cash a Streissguth, «el deseo de June era que nadie se preocupara de nada material inmediatamente después de su muerte dado que ya tenían suficiente pena y cosas con las que preocuparse. (…) “June quería que tuvieras esto; no quería que te preocuparas de qué llevarás en el funeral o cómo vas a llegar”». También les dijo que podían llevarse lo que quisieran de la casa, «Incluida las joyas de June y su vasta colección de antigüedades, pero quería las fotografías, ampliadas para poder verlas, y las cartas escritas por ella». Alanceado por el dolor, enfermo de mil enfermedades, con el sistema nervioso triturado, sufriendo esporádicas alucinaciones, etc., insistió en acudir él mismo a elegir el ataúd. Incapaz de verlos con claridad, palpaba sus interiores mientras murmuraba quedo, casi incoherente, «Mi chica necesita un lugar suave donde descansar».
Desde ese momento y hasta su muerte, acaecida cuatro meses más tarde, las rutinas en el hogar de Hendersonville serán claras. O Cash tiene sesiones concertadas con los músicos, en cuyo caso ensaya y graba, o deambula como un zombie. Incapaz de dormir en el lecho conyugal, se hizo instalar una cama hospitalaria en su despacho. Cuando no simulaba a escondidas que llamaba a June por teléfono soñaba con ella. El atardecer resultaba insoportable, con Johnny pegado a los ventanales, tratando de distinguir la presencia del sol, los helechos enrojecidos, el relámpago del crepúsculo: ella había fallecido justo durante la transición del día y la noche. De madrugada aumentaba la dosis de angustia. Sus hijas lo oían murmurar. «Pensé que me estaba llamando», le explicó Cindy a Streissguth, «Así que fui al despacho y él dijo: “La echo de menos”. Igual que un niño. Hablaba con ella. Era sencillamente devastador».
Al menos, ya decimos, aquellos meses dieron para rematar las canciones que conformarían “American V” y “VI”. Dice Rubin que cuando Johnny Cash murió la puñalada llegó sin avisar. Aunque no hacía más que entrar y salir de hospitales se sentía mejor. Incluso habían quedado dos o tres días más tarde, en Los Angeles, a fin de darle los últimos toques a “American V” (que comenzaron a grabar inmediatamente después de rematar “American IV: The Man Comes Around”). Y ese mismo día Rubin acaba de anunciarle por teléfono que en veinticuatro horas recibiría en su casa los cinco CDs que componían “Unearthed”, a los que acababan de remachar las mezclas finales. No hubo tiempo. Ni siquiera el concurso de Phil Maffetone, fisioterapeuta deportivo contratado por Rubin que entró en la vida de Cash como un elefante (le prohibió las bebidas carbonatadas y las chucherías y lo puso a realizar una exigente tabla de ejercicios, logrando que en pocos meses abandonara la silla de ruedas e incluso las muletas), ni siquiera aquel recién ganado y relativo optimismo, dirá Streissguth, frenó el asedió feroz de sus enfermedades De remate, encuentro en la biografía un apunte penoso, que debiera de avergonzar a una industria muchas veces empeñada en practicarse un limpio y merecido harakiri. Sucede que una de las grandes motivaciones de Cash para continuar con la terapia fue el hecho de que “Hurt” había sido nominado a Vídeo del Año en los premios de la MTV. Con independencia de que le sobraban entorchados, no dejaba de resultar tentadora la idea de ser capaz de caminar de nuevo con entera soltura por el escenario del Radio City Music Hall para aceptar el premio. En vano: con impecable miseria, el vídeo elegido fue “Work It”, de Missy Ellliott. Al menos los cabrones de la MTV tuvieron el reflejo de llamar a Cash con antelación por si quería cancelar las reservas de hotel en Nueva York. Mientras Rosanne, su hija, le explicaba por teléfono que iba a bombardear las oficinas de la cadena, Cash se preparaba para la última batalla. El 11 de septiembre era ingresado en el hospital Baptista de Nashville. Según le contó Rosanne a Streissguth, «Sabía que estábamos allí, pero no podía hablar. Tenía problemas para respirar, y apretaba nuestras manos, y estaba claro que tenía miedo». Rodeado por sus hijos (Kathy, John Carter y Rosanne), «recibió abrazos y besos y supo que estaba bien si los abandonaba». «No queríamos que sufriera más», remata Rosanne.
Johnny Cash falleció las 02:00 a. m. del 12 de septiembre de 2003.
Como bien explica Andy Gill en las páginas de The Independent, en “American VI, Ain’t No Grave” no hay versiones estupefacientes de canciones insospechadas, no hay “Hurt” o similares. Pero haríamos mal si colocamos lo insólito de aquellos temas como valor al alza, primando la sorpresa, ese «Oh cielos, Johnny Cash canta a Depeche Mode, Nine Inch Nails, Sting, etc.», sobre lo realmente importante, a saber, que se sintiera a gusto con el material elegido para así buscarle mejor los forros tumultuosos y tristes, el crepitar interno, independientemente de que la canción fuera o no sorprendente, con absoluta concentración en la emoción y sus convulsas ecuaciones, en el disparo a quemarropa de versos que relinchan y melodías con sabor a cobre, radiantes u ominosas, necesarias.
Escribir que electriza su revisión del espiritual “Ain´t No Grave (Gonna Hold This Body Down)”, de Claude Edy (1922-1978) pastor pentecostal y autor de numerosas canciones sacras, que Cash alcanza desde el primer minuto un tono elegiaco y al tiempo tremendo sería decir poco. Con “Ain’t No Grave” vemos muy claro que el disco será una apuesta a muerte y, también, a contramuerte cantando desde el filo para reafirmar el poder sanador, acaso inmortal, del arte. “Redemption Day”, de Sherly Crow podría ser ese tema inusual en el que Cash juega a toquetear canciones de compositores más jóvenes, y en parte lo es, pero su temática apocalíptica evita esfuerzos inútiles y encaja como guante en llamas en la temática del disco; regala de paso la oportunidad para marcase una interpretación escalofriante. Fascinantes, por mínimos y exactos, los pianos, guitarras y violines que Rubin ha colocado a posteriori. El Freedom que repite Cash en la coda final ahonda en la condición de un artista harto y a un paso de la eternidad. Sigue “For The Good Times”, desolador clásico de 1979 de su amigo Kriss Kristofferson. Número 1 en la voz de Ray Price, cantado Chet Atkins, Al Green, Kenny Rodgers o Willie Nelson, es de esos temas en los que la voz de Cash trasciende condicionantes. Da igual que existan versiones sublimes o que hayas escuchado esta canción miles de veces. En su diálogo con vivos y muertos, en la conversación íntima que mantiene con June y tal vez, lejana en el recuerdo, con Vivian, su primera esposa (con la que se había reconciliado y con la que vivió una emocionante jornada de despedida poco antes de morir), Johnny hace uso de una sabiduría ganada a mordiscos; alcanza efectos de estremecida emotividad allí donde la mayoría apenas sería capaz de repetir lo tópico y superficial, la evidencia de un texto y una melodía hermosos que cobijan muy dentro experiencias y obsesiones sólo evidentes para un intérprete superlativo. “I Corinthians 15:55” parece ser una canción compuesta por el propio Cash entre el 2001 y el 03. Conversando con la muerte y la vida, prolonga el hechizo con una nana mortal o responso luminoso; se pregunta por la victoria de la nada en el convencimiento de que otra vida lo espera. Era su consuelo y su derecho, y uno, descreído, lo respeta e incluso llora. “Can´t Help But Wonder Where I´m Bound”, del cantautor folk Tom Paxton, devuelve al Cash enamorado del renacimiento del Greenwich Village en los días de “Bitter Tears” (1964) y sus colaboraciones con Peter La Farge y Dylan. Sólo que ahora el exuberante poderío de antaño ha sido sustituido por un delicado y afectuoso talante, con el capote al hombro mientras pliega las velas. Su recreación de “A Satisfied Mind”, el clásico country de Jack Rhodes (que compuso entre otros para Gene Vincent) y Joe Red Hayes, versionado por una miríada de artistas, lo conocíamos desde 2004, cuando fue incluida en la banda sonora de Kill Bill Vol. 2. Elegir “I Don´t Hurt Anymore”, otro puntal country, famosa por su interpretación a cargo de Hank Snow en 1954, está lejos de ser un ejercicio retórico: en el reino de Cash la furia inducida por el consumo de estupefacientes y los pasotes interminables machacaron durante años la psique de quienes lo habían amado. “Cool Water”, gema de 1936 a cargo de Bob Nolan, conoció el éxito en 1948 cantada por The Sons of the Pioneers, el grupo favorito de John Ford (búscalos, entre otras, en las bandas sonoras de Río Grande y Centauros Del Desierto).
A Ford, manojo él mismo de contradicciones, le hubiera emocionado “American VI”, cómo aprovecha la inercia de la desazón y el derrumbe de un mundo para silbar orgulloso canciones que protegen de la corrosión del tiempo mientras asumen la derrota final, como en “Last Night I Had The Strangest Dream”, el himno pacifista de Ed McCurdy («La última noche tuve el sueño más extraño/ Soñé que ponía fin a la guerra») que antecede a la despedida, el “Aloha” compuesta por Lili’uokalani (1838-1917), última reina de Hawaii y talentosa instrumentista y compositora que dedicó su vida a preservar el folklore del archipiélago. Sabiendo como sabemos que el country tomó uno de sus elementos fundamentales al importar el lamento de la guitarra pedal steel de Hawaii, qué magnifica despedida, enlazando los sonidos de la steel que Don Helms tocaba para Hank Williams en los Driftings Cowboys desde mediados de los cuarenta. De Hank a Cash, en “American VI: Ain’t No Grave” cabe medio siglo de música agónica, fulgurante, oprimida por la pérdida, lastrada de nostalgia, telúrica como un trago de oscuro o una bocanada de whisky, la música de la América que amamos, la que va del Opry a los estudios Sun, de Monument Valley al Delta del Mississippi, de los Apalaches al desierto de Mojave y de la Carter Family a Charlie Patton a Roy Acuff a Elvis Presley a Bob Dylan a Steve Earle, de La Diligencia a The Last Picture Show y de aquel seminal “Cry, Cry, Cry” con el que Johnny Cash debutó en 1955 a este majestuoso disco con el que el reimprime su leyenda.