Bien lo sabía cuando llegué. Nueva York es el mejor espacio para la música, donde lo mismo encuentras músicos senegaleses, ases del jazz, bluesmen de mirada oscura, conjuntos de rockabilly, baladistas que llenan el Madison a ritmo de bachata, anónimos campeones del soul y decenas de aspirantes al podio reservado a los más progres y vanguardistas, a los que embelesan a Uncut y NME por igual, a los más cerebrales, sofisticados y transgresores, a los Animal Collective de turno. También permite contemplar a no pocos ídolos. Desde que vivo aquí he disfrutado (en teatros o clubs, ojo, dejo aparte los estadios) de Neil Young, Bob Dylan, Cachao, Gato Barbieri, Solomon Burke, Ronnie Spector, Bruce Springsteen, Little Richard, Al Green, Leonard Cohen o Elvis Costello. Muchos han pasado por España, país que hace tiempo abandonó su condición enjuta, de tierra cejijunta y cruel, reactiva a las giras de los grandes, o al menos así fue hasta hace poco, cuando la crisis se encapuchó rabiosa y comenzó a modernos. Como llegué en 2005, sospecho que me precipité, que me he perdido los mejores años de la bonanza, cuando los festivales ibéricos descorchaban dinero público para pujar por los nombres sagrados y podías ver a Cohen en León (¡en León!). Hace apenas un lustro, si vivías en Valladolid y querías escuchar a, uh, Van Morrison, debías viajar hacia el Cantábrico. De modo que, ya ven, este castellano atormentado por el aislamiento de unas ciudades intratables ha recibido de Manhattan, entre otras múltiples gracias, la de restañar no pocas deudas.
No todas, claro. A un penoso número de mis artistas más reverenciados jamás podré verlos. Firmaron la baja por defunción antes de que aterrizase en el JFK. Imposible disfrutar en directo de Hank Williams o Sam Cooke, Elvis Presley, la Carter Family, Gram Parsons, Son House, John Coltrane, Frank Sinatra, Roy Orbison, Miles Davis, Bessie Smith, Bob Marley, Mississippi John Hurt o Louis Armstrong, y eso por delirar circunscribiéndonos a lo anglosajón, por no mencionar a Jacques Brel, José Alfredo Jiménez, Atahualpa Yupanqui, Edith Piaf, El Polaco Goyeneche o Ali Farka Touré, que intuyo hubieran cantado en su día felices bajo los rascacielos de ofrecérseles el cheque correcto. Ahora, si tuviera que escoger, si pudiera ver a uno sólo de entre todos ellos volviendo de donde nadie vuelve, elegiría como un tiro: Johnny Cash.
Verán, hay artistas que alcanzan tu corazón por ósmosis y otros al asalto. Unos pocos conquistan tu psique con la fuerza de un terremoto de magnitud 9, como si hubieras mamado su música desde la placenta y su descubrimiento fuera en realidad un reencuentro con tus humores más chungos, tus miedos primigenios, tu delectación y sueños básicos. A mí que ocurrió hace años con el caballero bautizado como J.R. Cash, hijo de un campesino pobre, que recogió algodón de niño y contempló como su hermano Jack besaba a los ángeles durante días, antes de palmar, siendo niño, tras cortarse al bies los intestinos con una sierra mecánica. Inútil, por bien conocida, resumir su carrera, que arranca en los estudios Sun y alcanza a los conciertos en Folsom y San Quentin, pasando por su decisivo programa de TV, donde mezcló a Loretta Lynn con Dylan, Ray Charles, Merle Haggard o Kristofferson, donde dio bola y podio a los sofistas y los hippies, los reaccionarios y los fumetas del negocio musical; la única condición fue que cantaran como Dios.
Con el Altísimo, precisamente, tenía línea directa. Uno de los mejores trabajos de la última década, para quien esto firma, es “My Mother´s Hymn Book”, (2004), diez canciones sacadas del libro de oraciones de su madre incluidas antes en una caja espectacular. “Unearthed” (2003) donde coleccionaba temas inéditos pertenecientes a las sesiones de Cash con el productor Rick Rubin. Fruto de ese trabajo habíamos tenido antes los discos “American Recordings” (1994), “Unchained” (1996), “American III: Solitary Man” (2000), “American IV: The Man Comes Around” (2002) y “American V: A Hundred Highways” (2006). La serie presentó al Cash post/Columbia, tras la decepción que supuso el período Mercury (1987-1990), cuando nadie en la industria creía en su renacimiento. Puede entenderse como una enmienda frontal al country-pop que ensucia las listas, el testamento vital de una voz que asusta y susurra y acuna y aúlla, el aleteo metálico, con ribetes de viento y espolones de tigre, de un cantante que epitomiza la evolución de varios géneros. También supone la vuelta a las aguas nodrizas de Jimmy Rodgers y otros pioneros tras décadas de progresiva desnaturalización en Nashville, un repertorio turbio, convulso y emocionante, al cabo, que mezcla tonadas del XIX, clásicos propios y ajenos, folk, bluegrass, country y rock and roll con insospechadas versiones de autores más jóvenes. Cuando Johnny cantaba a, pongamos, Bono, Nick Cave o Will Oldham, devoraba el original, lo hacía suyo para siempre. Los cínicos y los descreídos, los que pensaron que el productor barbudo había camelado al Hombre de Negro con embalajes pop y chatarrería ajena han terminado por claudicar ante el inmenso cuerpo de trabajo que presenta la serie.
Claro que no todos los discos son sublimes. Algunos sólo son muy buenos. “American IV: The Man Comes Around”, por ejemplo, presenta una descomunal composición propia, la canción homónima, junto con un puñado de versiones discutibles, “Desperado”, “Streets Of Laredo”, “In My Life”, etc., que apenas se sostienen merced al fabuloso cuajo del intérprete. Ciertas elecciones dan más rabia tras escuchar los increíbles descartes que cobija “Unearthed”. Otros discos, como los dos primeros de la serie o el póstumo de 2006, carecen de mácula; no hay en ellos transiciones entre lo sublime y lo interesante pero menor; todo es memorable, todo acongoja y cae sobre ti como una lluvia de plomo o un monzón ciego. Incluso los clásicos propios revisitados, como “The Long Black Veil”, incluida en el disco seminal de 1964 “Orange Blossom Special”, y versionada por Cash durante las sesiones de “American Recordings”, acompañándose sólo con su guitarra, rompen el canon; demuestran que todavía era posible darle una vuelta de tuerca, incluso mejorarlo.
Sin han llegado hasta aquí sepan que el rollo sirve como introducción obsesiva para “American VI: Ain´t No Grave”. El disco, último de los firmados junto a Rubin, sale a la venta el 26 de febrero, casi seis años y medio después del fallecimiento de Johnny y coincidiendo con la fecha de su nacimiento.
Sé que Internet aconseja escribir virtual, cortito. Debes podar la prosa, ejercer de eunuco porque, de lo contrario, cansas al lector, al colega computerizado que busca píldoras, prospectos, resúmenes y subrayados que llevarse a la sesera. Si unos predican la prosa macrobiótica, el pictograma como emblema, yo sostengo que ningún análisis meticuloso, edificado sobre el conocimiento y el amor, ha deshonrado jamás las grandes obras, y por lo que tengo escuchado, “Ain´t No Grave” lo es, sin duda. Hablaré mañana del disco por extenso en el segundo artículo de esta miniserie, donde contaremos cómo grabó esas tomas sobrenaturales un Cash herido por el rayo, casi ciego, con esporádicos ataques alucinatorios, que se consolaba de la reciente muerte de June, su amada esposa, simulando a escondidas que hablaba con ella por teléfono.
Agonizó sobre el micrófono cuando el buitre del dolor lo abandonaba unos minutos. El fruto quema. Desamortiza cualquier idea previa que tuvieras sobre los últimos días, sobre cómo sobrevivir mientras engendras árboles viejos, versos que azotan, mientras esculpes a soplete fastuosas canciones enfrentadas a la inanidad y lo pueril, que dan dentelladas, que acojonan, que te dejan en la esquina del ring con ojos de borracho y las manos en los tobillos, dando gracias al viejo que tuvo la gallardía de bajar a la fosa cantando coplas de trueno, metralla y nanas.